LIDERAZGO CON CARÁCTER

Renzo Chavez
3 enero, 2020

UNA DESCONEXIÓN PROFUNDA

El progresivo destape de un grosero y complejo entramado de prácticas deshonestas en el seno de numerosas entidades, tanto públicas como privadas, ha ido exacerbando y agotando paulatinamente la paciencia de la ciudadanía. Según alarmantes cifras del Fondo Monetario Internacional, se estima que un 2% de la riqueza mundial se destina al pago sistemático de coimas. Adicionalmente, un informe del Corruption Perceptions Index (CPI) ha revelado que 1 de cada 3 funcionarios públicos habría pagado algún soborno en los últimos 12 meses. De acuerdo con esta misma fuente, cerca del 70% de naciones no supera los 50 puntos de una escala donde 100 significa ‘muy limpio’ y 0 equivale a ‘altamente corrupto’.

El continuo fracaso del grueso de naciones para controlar significativamente el avance de la corrupción contribuye al arraigo de una crisis de la democracia en todo el mundo. Ello mina, a su vez, toda oportunidad de participar equitativamente en la vida ciudadana. Insatisfechos con reclamar vía redes sociales, muchos han optado por salir a las calles para exteriorizar su frustración, impotencia y descontento. Oleadas multitudinarias de protestas en lugares tan distantes como Bagdad, La Paz, Hong Kong o Santiago (por citar solo algunos casos) son el vivo reflejo, sino el corolario, de una desconexión profunda entre los intereses de la clase dirigente y las necesidades reales de la población que les confirió poder.

Según la Oficina para la Organización y el Desarrollo Económico (OCDE), la corrupción representa la principal preocupación de la población mundial (por encima, incluso, de la globalización y las inmigraciones masivas). Esta constituye, sin lugar a dudas, una de las realidades más desgarradoras, vergonzosas y virulentas de nuestro tiempo. En palabras de Christine Lagarde, actual presidente del Banco Central Europeo: “la corrupción reduce el crecimiento y alimenta la desconfianza”.

 

UNA NUEVA ESPERANZA

Precisamente cuando llorábamos la lenta agonía de la confianza –cimiento de nuestra vida social–, amanece entre nosotros una nueva esperanza. Según un sorprendente reporte del Trust Barometer de Edelman (2019), hoy el 75% de la fuerza laboral a escala mundial sí que confía, pero ya no en las estructuras del “sistema” (a saber, el gobierno, la empresa privada, los medios de comunicación y las ONG), sino, a título personal, en sus empleadores. A falta de solidez en las instituciones, hoy asistimos a una renovada apuesta por el liderazgo de aquellos hombres y mujeres que, ocupando o no un puesto formal de autoridad, son tenidos por sus colaboradores como auténticos guías de conducta y referentes de opinión (y no necesariamente gracias a su extensa hoja de vida, su rendimiento deslumbrante o sus excepcionales competencias).

James Scouller, autor de Los tres niveles del liderazgo, sostiene que hoy requerimos más que conocimientos, habilidades y conductas para ejercer una influencia eficaz entre quienes nos rodean. Los líderes de hoy –subraya el autor– destacan por un rasgo a primera vista invisible (o, acaso, por muchos despreciado): su presencia, último fundamento de su confiabilidad. ¿En qué consiste este rasgo del liderazgo contemporáneo? Expliquémoslo con una analogía.

Todos hemos oído hablar de aquellos deportistas que, aun cuando no llaman la atención por sus deslumbrantes características individuales, sí que hacen la diferencia cada vez que se encuentran en la cancha. En pocas palabras, brillan por su presencia (muchas veces ello no lo percibe cualquiera, sino el ojo experto… y lo confirman, claro está, las estadísticas). En gran medida, la genialidad de estos atletas radica en un pequeño gran aprendizaje: han descifrado cuál es su lugar en el equipo. Este descubrimiento, a su vez, les permite orquestar y potenciar las bondades de sus compañeros de equipo, elevando significativamente el nivel del juego colectivo y añadiendo aquella sutil pizca de condimento que siempre acompaña al fluir y al éxito sostenido. En gran medida, esta presencia se asemeja a aquel rasgo distintivo que separa a los auténticos líderes de quienes, aun investidos de poder, no tienen influencia.

 

LA PRIMAVERA DEL CARÁCTER

La presencia indiscutible del líder (sea cual sea su lugar en el equipo) guarda íntima relación con la forja de su carácter. Cuando un líder tiene carácter, sus acciones –siempre en plena consistencia con sus palabras, creencias y valores– crean una estela viva y dinámica con un radio de influencia inimaginado sobre quienes lo rodean. En pocas palabras, la arduamente lograda capacidad de comunicar con autenticidad, frescura y simpleza nuestra identidad más profunda (a saber, el sello personal que nos caracteriza) constituye la clave del éxito de todo liderazgo potente, atractivo y realmente influenciador. “El liderazgo –decía H. Norman Schwarzkopf– es una potente combinación de estrategia y carácter. Pero si debe faltar alguno de estos dos componentes, que sea la estrategia”.

El Dr. Henry Cloud –autor de Integridad: valor para hacer frente a las demandas de la realidad– considera que el carácter no es una cualidad que se tiene o no, sino un apasionante camino de crecimiento que todos podemos transitar y disfrutar. Un líder íntegro (del latín integritas: totalidad, entereza) es aquel que ha logrado esa extraña pero posible alineación de su identidad, propósito, creencias, emociones, valores y deseos (esto es, su mundo interior) con sus acciones y conductas hacia el exterior. Dicha alineación, eventualmente, deriva hacia la liberación del yugo de los propios miedos y ataduras personales.

Los líderes con presencia e integridad echan raíces en la verdad de sí mismos y no temen vivir según el ‘principio de la realidad’, esto es, mirando el mundo tal como es y no como desearían que fuese. En diametral oposición con la práctica de quienes rechazan cuestionar sus propios prejuicios y paradigmas, tienen fortaleza de carácter para adherirse a la verdad con honestidad, humildad y coraje, aun cuando ello resulte desagradable y suponga aceptar y rectificar los propios errores. En consecuencia, tales líderes, plenamente revestidos de autoridad moral, se dirigen con franqueza hacia sus colaboradores e interlocutores, a fin de enrumbar a cada cual en pos del horizonte de trascendencia que a todos aúna y motiva.

En una sociedad lacerada por el flagelo de la corrupción, la integridad de nuestros líderes es una prioridad inaplazable. De acuerdo con lo investigado por el Instituto de Liderazgo y Administración, “mientras que el 83% de los gerentes dice que sus organizaciones cuentan con una declaración de valores, solo el 38% considera que se hallan alineados a dichos valores”. Peor aún: “El 63% de los colaboradores considera que se les ha solicitado actuar de forma contraria a los valores de la empresa”. En esta misma línea, una encuesta realizada por Robert Half muestra que el 75% de trabajadores y el 46% de Directores Financieros (CFO’s) considera a la integridad como el atributo más importante del liderazgo corporativo.

 

LA ÉTICA COMO DIFERENCIAL

La entereza moral es, sin lugar a dudas, el mejor antídoto contra la honda y generalizada crisis de confianza que asedia el presente y el futuro de nuestra ciudadanía. La ética, sin embargo, no es solo un remedio contra la falta de alineación: constituye, a largo plazo, la clave del éxito. Una reciente publicación de Ethisphere evidencia que “las compañías más éticas superan a la competencia en términos financieros, demostrando así la estrecha conexión entre buenas prácticas éticas y el desempeño valorado en el mercado”. Luego, en nuestro mundo corporativo, toda empresa que quiera ser verdaderamente competitiva tiene la obligación de desempolvar e implementar la tan olvidada declaración de valores.

La ética acompañada de eficacia acrecienta significativamente tanto el valor de la empresa como el dividendo financiero. A propósito, afirma Tim Hird: “Una compañía ética potencia su capacidad de atraer inversionistas, clientes y profesionales talentosos”. Un colaborador con presencia, integridad y carácter –en pocas palabras, con ética– es un recurso valorado en la organización, y, a largo plazo, es más efectivo que quien carece estos rasgos. Ello aplica, con mayor razón, para las autoridades formales de la organización. Como es evidente, todo debe comenzar con el líder, de modo que si este no vive cuanto predica, poco (o casi nada) importará lo que haga su equipo, dado que él, principalmente, es quien marca la pauta.

Un líder ético inspira con autoridad a sus seguidores, trayendo al trabajo a quién es cada uno auténticamente. Los efectos positivos los experimentan todos alrededor. En palabras de Bill George, autor de Liderazgo Auténtico y El Verdadero Norte: “Liderar desde el ejemplo crea confianza”. En tal sentido, la ética se revela como aquel efecto magnético y radioactivo que una persona ejerce sobre otras por el preciso hecho de ser ella misma. He ahí que el carácter del líder tenga un inmenso impacto sobre la cultura organizacional.

La experiencia de los países de la OCDE muestra que, para reforzar la ética institucional y prevenir así la corrupción, es esencial contar con un sistema de integridad pública que sea eficaz, integral y coherente. Es clave garantizar –además de competencias profesionales– la entereza moral del colaborador, tanto antes como durante el ejercicio de la función laboral.  Para ello es conveniente disponer de adecuadas herramientas de medición ética (tales como AMITAI), además de promover sistemas sólidos de promoción peer-to-peer y mecanismos para la cooperación y coordinación entre los distintos niveles de gobierno institucional.

 

CONCLUSIÓN

Frente al avance de una corrupción que socava lenta y despiadadamente los cimientos de nuestra vida social, solo la ética es capaz de ofrecernos una respuesta proporcionada. Hoy, más que nunca, la entereza moral de nuestros líderes –visible en su presencia, carácter e integridad– es reclamada por la ciudadanía, sedienta de justicia y oportunidades para todos. Invertir en ética es sinónimo de garantizar un mañana promisorio. Si queremos garantizar el crecimiento de nuestros colaboradores y el rédito financiero a largo aliento, la promoción de culturas empresariales centradas en la persona es un impostergable. La ética –en pocas palabras– es una fuente interminable de esperanza y futuro.

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