Renzo Chavez
1 julio, 2020

TELETRABAJO: EL DESAFÍO LABORAL DE LA PANDEMIA

¿Quién diría que aquel ordinario viernes, cuando nos despedíamos de nuestros colegas con ese satisfactorio “¡buen fin de semana!”, sería la última vez que trataríamos cara a cara con ellos, al menos por los próximos tres, cuatro o sabe Dios cuántos meses? Ni el ojo más avizor habría anticipado el escenario que hoy estamos viviendo. De la noche a la mañana, nuestro ya cambiante mundo dio un giro radical, sin precedentes. Es increíble cómo un microscópico virus ha logrado desbaratar nuestro habitual estilo de vida en tan corto tiempo, alterando de forma inédita las reglas de juego de la sociedad y del mercado.

Uno de los principales afectados por la pandemia ha sido, innegablemente, el ámbito laboral. En tiempo récord, millones de trabajadores nos vimos obligados a abandonar la oficina para migrar, por tiempo indefinido, a un improvisado cubículo casero. Desde un inicio, acudimos al teletrabajo cual salvavidas y, mal que bien, tal recurso demostró ser una solución alturada frente a los reveses de la coyuntura (aunque, definitivamente, no resultó ser la panacea de la que los expertos habían hablado durante años). Un considerable segmento de la población laboralmente activa no corrió la misma suerte, viéndose forzado a suspender súbitamente sus labores o, en el peor de los casos, a quedarse inopinadamente sin empleo.

Trabajar a distancia traía consigo nuevos desafíos. Entre ellos, requería contar con un vasto abanico de competencias y habilidades, tanto duras como blandas, a fin de garantizar cuotas de rendimiento conformes con los estándares de desempeño. Claro está que, en un contexto de emergencia, no hubo ocasión de capacitarnos anticipadamente, de manera que todos, sin excepción, tuvimos que aprender a tropezones y un tanto sobre la marcha. Con total certeza, cada cual habrá echado mano de recursos y herramientas que, en general, resultan útiles al sobrellevar situaciones de esta índole: mejores prácticas, motivadores, hábitos y creencias de lo más diversas (según las distintas personalidades, estilos de trabajo y etapas de la vida).

Con el correr de los meses, muchos teletrabajadores nos dimos con la agria sorpresa de que, si bien trabajar a distancia ya no era tan complejo como al inicio, sí que nos costaba cada día más rendir al ritmo de antes. La tentación de procrastinar nos rondaba incesantemente por la cabeza. Tímidamente al inicio, desvergonzadamente después, las distracciones pululaban a nuestro alrededor. Nuestra actitud, compromiso y esfuerzo empezaban a flaquear; nuestra voluntad amenazaba con ceder; el cansancio acumulado ganaba, palmo a palmo, la batalla.

 

“DARLO TODO”

Muchos de nosotros jugamos todas nuestras fichas por el habitual “vamos para adelante”, lo que es lo mismo que decir: “querer es poder”, “solo es cuestión de voluntad”, “el que la sigue, la consigue”, y “está completamente en mi poder decidir cuán bien rindo en esta coyuntura”. La implícita presión de alcanzar sí o sí las metas proyectadas, unida a la preocupación frente al riesgo real de perder en cualquier momento nuestro trabajo, se tradujo espontáneamente en un notorio incremento del tiempo dedicado a laborar (mayor, incluso, al número de horas invertidas cuando asistíamos a la oficina). De acuerdo con estudios recientes, se estima que la jornada laboral habría aumentado, al menos, en una hora diaria durante el confinamiento.

Se decía que el teletrabajo solucionaría el desequilibrio entre vida personal y profesional, o que, al menos, reduciría considerablemente la brecha entre ambos. No solo no ocurrió esto; sucedió, precisamente, todo lo contrario. Empezamos a laborar más, y más, y más, hasta que llegó el momento en que, naturalmente, el trabajo lo invadió todo. Al hacer de la casa nuestra oficina, poco a poco se desdibujaron las fronteras entre lo laboral y lo privado. Desprovistos del descanso y la renovación que el hogar nos proporciona, no hallamos cómo reponernos del malsano ritmo de sobreexigencia al que nos habíamos sometido y no pudimos sino bajar, eventualmente, los brazos extenuados.

¿Qué esperábamos? Me refiero: ¿en serio creímos que era humanamente posible exigirnos más allá de nuestros límites, sin mayor consecuencia? “A más empeño, mejores resultados” –nos decíamos–. ¿Era eso cierto? Quiero decir: ¿realmente bastaba con “ponerle más punche” para conseguir, casi por arte de magia, los resultados proyectados desde un inicio? ¿No sería más bien que debíamos cambiar algo distinto, más allá de la actitud?

El problema no es apostar por mis propias fuerzas: eso es válido, importante y necesario. El verdadero problema es creer que, solo apoyándome en mi fuerza de voluntad, puedo hallar solución para todos los problemas de la vida. En sencillo, que solo ‘exigiéndome un poco más’ y ‘dando el extra’ puedo resolver cualquier situación compleja. Toda gestión del cambio, por más pequeña que esta sea, no se sostiene a largo plazo cuando es superficial, esto es, cuando empieza solo por mudar conductas o actitudes externas. Para ser realmente efectiva, debe empezar desde dentro, es decir, desde lo profundo, para luego proyectarse hacia afuera.

“Darlo todo” es un peligroso y disimulado eufemismo. Significa, en términos prácticos, hacer del logro de resultados la máxima de nuestra conducta, bajo el pretexto de la productividad. Claro está, de una productividad mal entendida o, mejor aún, no entendida en absoluto. Y es que, simple y llanamente, ser productivo no es “trabajar más horas”, ni tampoco “trabajar más rápido”, ni mucho menos “hacer el mayor número de actividades al mismo tiempo”. Se trata de trabajar mejor, no de “ponerle más punche”. El solo esfuerzo no basta. Es loable, sí, y necesario, pero no basta para generar cambios.

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Renzo Chavez
4 septiembre, 2019

Si te has sentido así en los últimos días, descuida: no eres el único. Estamos ante un fenómeno de envergadura mundial. Según estudios de la Universidad de California, el 93% de nuestro tiempo transcurre, literalmente, en “modo inercia”. En pocas palabras, apenas el 7% de nuestro día acontece bajo un estado de conciencia y atención. Claro está que andar por la vida en “velocidad crucero” es, de cuando en cuando, no solo normal sino necesario: así reducimos los millones de estímulos sensoriales que nos asestan para crear atajos neurológicos que nos permitan ser funcionales.

Sobrevivir, sin embargo, en “piloto automático” no solo es inadecuado, sino nocivo para nuestra salud a largo plazo. Gradualmente, un sutil cuadro sintomatológico ha ido ganando presencia en nuestras oficinas: estrés, aburrimiento, desgano y desmotivación; escepticismo, cinismo, apatía y “reactividad”; o, por el contrario, “workaholism”, hiperactividad, “urgentismo” y ansiedad. Dos caras de una misma moneda, que deben suscitar en nosotros la inaplazable pregunta sobre cómo venimos lidiando con nuestro día a día en el mundo laboral.

Hace unas semanas, la OMS publicó la nueva edición de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-11, que entra en vigor en enero de 2022), donde ha catalogado por primera vez el “burnout” como un “fenómeno ocupacional” que podría requerir de atención médica o psicológica, aunque no hayamos de considerarlo como una condición médica propiamente dicha. Este documento lo ha definido como “síndrome resultante del estrés crónico en el lugar de trabajo, que no ha sido trabajado con éxito”. Según cifras de la propia OMS, el 10% de la fuerza laboral padecería un cuadro formal de burnout, caracterizado por altos niveles de cansancio emocional y despersonalización, unidos a una paupérrima sensación de realización personal. La fuente última del síndrome de burnout se encontraría –insiste la OMS– en causas estricta y exclusivamente laborales.

No hace falta padecer burnout para encender nuestras alarmas y emprender acción. De suyo, todos y cada uno de los síntomas enunciados expresan un mismo panorama: gran parte de la fuerza laboral no se experimenta conforme, y no solo dentro de la oficina. Más aún, crecientemente tanto nuestros hogares como los demás ámbitos de nuestra existencia van siendo “contagiados” por tan preocupante cuadro. Esta situación, en lugar de derrumbarnos, debe constituir una desafiante ocasión de mejora y crecimiento. A veces creemos que estos problemas son ajenos a nosotros, o que deben ser tratados por el área de Recursos Humanos. Tratándose, sin embargo, de nuestra salud y felicidad, somos precisamente nosotros los primeros responsables en cuidar de nuestro equilibrio.

… al “aquí y ahora”

El estrés no es el problema, dado que constituye parte integrante de nuestra vida. Querer eliminarlo sería un despropósito, dado que muchas veces el estado neuro-fisiológico de tensión nos ayuda a ser funcionales bajo circunstancias de apremio, permitiéndonos lidiar con problemas que exigen de nosotros una solución pronta y eficaz. Existe, sin embargo, un “estrés desadaptativo”, que tiene lugar cuando dejamos que presiones irreales nos “asfixien” hasta hacernos daño. Se estima que el 85% de nuestras “preocupaciones” son falsas, es decir, no son más que previsiones que nos roban el sueño y que no tienen asidero en la realidad, porque, en la práctica, ni siquiera ocurren. Es más: el 80% de las veces logramos sobrellevar aquello que nos estresa mucho mejor de lo que pensábamos. En pocas palabras, no tiene ningún sentido angustiarse ni por el pasado que ya ocurrió ni por el futuro que aún no adviene. La clave está en vivir en el presente.

No se trata de evitar las tensiones cotidianas, sino de regularlas, modularlas, gestionarlas y, al fin y al cabo, redirigirlas como el aikidoka para nuestro beneficio y provecho. He ahí que, contrariamente a lo que muchas veces creemos, sí está en nuestras manos revertir el escenario que muchas veces nos subyuga. Ello no quiere decir que podamos cambiarlo “todo”, es decir, transfigurar de la noche a la mañana las imperfecciones de la vida laboral y suprimir todas aquellas situaciones que suponen un buen motivo para refugiarnos en el caparazón de tortuga que es nuestro “piloto automático”. Lo que sí podemos hacer, ciertamente, es modificar nuestra respuesta habitual ante todos aquellos sucesos que eventualmente nos afectan más de la cuenta, hasta saturarnos.

Evidentemente, para romper con la mentalidad del “piloto automático” no bastará con desterrar las reacciones del estrés desadaptativo. Hará falta, por supuesto, migrar de una lógica del “hacer” maquinal, rutinario e irreflexivo a una renovada mentalidad del “obrar” consciente. Para ser efectivo y sostenible en el tiempo, este cambio de óptica exige que incorporemos un abanico de buenas prácticas que permitan su asimilación y concreción. Una de las más valiosas herramientas para enfrentar y superar la mencionada condición se denomina “Mindfulness” (traducido al español como “atención plena”).

La milenaria práctica del mindfulnessconsiste en mucho más que hacer una pausa para que nuestra mente se despeje. Pese al escepticismo de algunos, esta disciplina no tiene nada de esotérico ni religioso. Todo lo contrario: validada en sus efectos y beneficios por la neurociencia contemporánea, es apreciada y promovida por nada más y nada menos que gigantes del mercado de la talla de Google, Intel y Target. ¿En qué consiste, pues, el mindfulness?

En palabras de Kabat-Zinn –uno de sus principales difusores–,mindfulness es prestar atención de manera intencional al momento presente, sin juzgar. No se trata de poner nuestra mente en blanco, sino de traerse a sí mismo al “hoy”, es decir, al aquí y ahora. Significa, en pocas palabras, volver el foco de nuestra consciencia hacia lo esencial, aquietando nuestra mente –habituada al piloto automático– para reconectar con aquel propósito inspirador que simplemente teníamos olvidado en el ático. El ejercicio repetido de esta sencilla práctica permite un estado sostenido de felicidad, vinculado a la presencia habitual de ondas cerebrales de frecuencia alpha y theta (propias del ciclo consciente) y experimentado, a su vez, bajo la sensación de que fluimos en toda acción que emprendemos y de que nos realizamos en la medida que obramos lo cotidiano.

Las nuevas generaciones somos cada vez más conscientes de que no debe haber una oposición entre “vida” y trabajo (¡como si el trabajo no fuese parte de la vida!), sino un equilibrio entre nuestras actividades de crecimiento a título personal y nuestro desempeño (y también desarrollo) profesional. Sabemos que la vida no se agota en la oficina; reconocemos, sin embargo, que el ámbito laboral es un elemento constitutivo e irrenunciable para alcanzar nuestra realización personal. Por ello, no nos conformamos ni con “vivir para trabajar” ni con “trabajar para vivir”. Queremos –y estamos dispuestos a luchar por ello– una “carrera profesional” con propósito, donde nos desarrollemos integralmente, haciendo de nuestro mundo un lugar mejor y, al mismo tiempo, obteniendo los recursos necesarios para una existencia realizada, digna y feliz. Y no creemos que sea mucho pedir. Está en nuestras manos salir del “piloto automático”. Pero no solos. Juntos, podemos cambiar de óptica. Juntos, podemos ser felices y fluir