Renzo Chavez
28 junio, 2021

ADN INNOVADOR

¿Qué tienen en común empresas como Microsoft, Amazon, AirBnB e IKEA? Además del éxito y la calidad de sus productos y/o servicios, que todas fueron capaces de sobresalir gracias a modelos de negocios tan rentables como innovadores. Su genialidad radica en su capacidad para explotar con creces los modelos de negocio actuales, al mismo tiempo que exploran cómo mejorarlos y rediseñarlos, en miras a proponer modelos de negocio disruptivos, que atiendan las necesidades del presente y del mañana. En vez de esperar pasivamente las crisis inminentes, se adelantaron a la ola de cambios y enseñaron a los demás a surfearla. Estas compañías han comprendido que la innovación no es algo ajeno a su identidad, sino inherente a su código genético y vital para su crecimiento sostenido.

Invencibles es el atinado adjetivo con el que Osterwalder, Pigneur, Etiembre y Smith han denominado a estas organizaciones, capaces de reinventarse constantemente, competir con modelos de negocio superiores e, incluso, cruzar las fronteras de la propia industria. Desde la óptica de los autores, quienes publicaron su aclamada entrega en el umbral de la pandemia, la nueva normalidad constituye una indeclinable invitación a transformar nuestras culturas organizacionales, abanderando la flexibilidad, la gestión del riesgo y la resiliencia como nuevos valores institucionales.

Todos hemos sido testigos de que, para sobrevivir a la crisis, para continuar generando valor a las personas, adaptarse es un imperativo y, a veces, reinventarse completamente también lo es. Si, en términos empresariales, tuviésemos que escoger una gran lección que nos dejó la pandemia, probablemente sería que las estrategias de siempre ya no funcionan. Hemos aprendido que la innovación debe ser continua y que el secreto de la disrupción no está en lo nuevo por lo nuevo, sino en reescribir los modelos de negocio en función de las necesidades de los clientes, los equipos y de la sociedad en su conjunto.

 

MITOS SOBRE LA INNOVACIÓN

En el esfuerzo por construir una organización a prueba de balas, nos toparemos con una serie de mitos que pueden disuadirnos a tirar la toalla e instalarnos en nuestra zona de confort. El primero de ellos: asumir que innovar es sinónimo de encontrar y ejecutar la idea perfecta. Queda claro que, en lugar de casarnos con una idea, importa más adoptar un espíritu de innovación continua, que te permitirá transformar las ideas que surjan en nuevas propuestas de valor, escalables y conectadas con las necesidades de los clientes.

Dos: ‘Invertir es sumamente costoso’, decían. No es tanto así. La innovación, en realidad, se compone de pequeñas y continuas inversiones, que van disminuyendo en frecuencia y nivel de riesgo con el avance del tiempo. Si tu idea no funciona, no pasa nada. Es mucho mejor aprender de errores tempraneros, baratos y seguidos, que hacer un all-in a ciegas, confiando, sin conocimiento de causa, en tener la mano ganadora.

El tercer mito se asocia a la creencia de que debes probar exhaustivamente tu idea antes de implementarla. El ensayo-error es importante, sí, pero no esperes que te brinde todas las respuestas. Por más informada que sea, cualquier decisión siempre comporta riesgo: escoges una alternativa en detrimento de otra, muchas veces con evidencia incompleta.  Por tanto, infórmate lo suficiente, lo mejor posible, pero no permitas que tu inseguridad te quite la viada y ahogue el impulso innovador.

 

CULTURA AMBIDIESTRA

Los autores de La empresa invencible insisten en la importancia de diseñar una cultura de innovación continua. Ellos la denominan “cultura ambidiestra”, haciendo hincapié en la necesidad de apostar tanto por explotar las oportunidades del hoy como por explorar las posibilidades del mañana. Poner el foco solo en una en detrimento de la otra supone pisar el acelerador con el freno de mano puesto. Para lograr este cometido, los autores ofrecen una serie de herramientas prácticas, idóneas para medir, gestionar y acelerar la innovación, al igual que estrategias útiles para reducir el riesgo al lanzar nuevos modelos de negocio. Sin embargo, el núcleo de su propuesta no descansa ni en las herramientas ni en las estrategias, sino en cuatro criterios a incluir al diseñar una cultura innovadora.

En primer lugar, es necesario determinar nuestra orientación estratégica, a saber, dónde competiremos y qué caminos adoptaremos para crear un modelo de negocio resistente a futuras disrupciones. Segundo, hay que definir qué haremos, esto es, cuál será nuestro portafolio de negocios, tanto existentes como potenciales; diversificar, medir y actuar estratégicamente será clave en este proceso. Tercero, a partir de quiénes somos, esto es, de nuestra identidad corporativa, debemos mapear cómo haremos lo que haremos: los valores, conductas y mejores prácticas que instituyamos crearán las condiciones para nuestro crecimiento. Y, cuarto, hemos de elegir, entre los mejores, con qué modelos de negocio competiremos, motivándonos a superarnos y estar siempre un paso delante de todos, pero sobre todo de nosotros mismos.

 

CONCLUSIÓN

Convertirse en una empresa invencible no es una meta a la cual llegar y donde descansar sino, más bien, un camino constante. Para permanecer vigentes, superando con éxito la prueba del tiempo, necesitamos explotar al máximo el presente, a la par que exploramos con coraje el futuro. Ejecución e innovación pueden y deben convivir en armonía bajo el mismo techo. Si te reinventas constantemente, procuras siempre competir con modelos de negocio superiores, hombro a hombro, y te atreves a trascender las fronteras de tu industria, construirás una organización resiliente, capaz de resistir las más arduas crisis y, sobre todo, capaz de crecer, florecer y sobresalir en las primaveras que suceden a los inviernos.

Reseña de: OSTERWALDER, A. et al. (2020). La empresa invencible. Madrid: Urano.
Renzo Chavez y Gilda Bohl
27 mayo, 2021

En el breve plazo de unos cuantos meses, la humanidad experimentó un indiscutible antes y después, un giro tangible de 180° que cambiaría para siempre nuestras vidas. La pandemia nos hizo lidiar de manera inesperada con la dura realidad de las pérdidas de la vida: en el primer y más importante lugar, de seres queridos que partieron de forma súbita y que no pudimos despedir adecuadamente; luego, de trabajos e ingresos económicos; de relaciones humanas y encuentros sociales; de libertades, hábitos y estilos de vida; de sueños, metas e ilusiones. Despojarnos repentinamente de todo representó, consciente o inconscientemente, un período de duelo con todas sus letras.

La crisis sanitaria puso al descubierto verdades fundamentales de la vida, como que nuestra existencia es breve y nuestros planes frágiles; que no podemos andar por la vida sin hallarle un significado a lo que hacemos; que necesitamos de las personas y las personas necesitan de nosotros. Verdades evidentes, pero que habíamos olvidado; que habíamos descuidado y relegado al segundo plano, quizá por considerarlas irrelevantes, prescindibles o inútiles. En tal sentido, este tiempo de duelo significó una oportunidad única para detenernos a meditar, a reconsiderar prioridades y decisiones, a agradecer y valorar nuestro aquí y ahora. Dicho de otro modo, nos permitió reconectar con nuestras necesidades espirituales, olímpicamente desatendidas pero fundamentales para nuestra autorrealización. Reencontrarnos con este ámbito de nuestra existencia ha constituido un importante paso, pero es apenas el inicio. De ahora en adelante, tenemos la responsabilidad de convertirnos en expertos en satisfacer los pedidos y reclamos de nuestro yo profundo.

A veces podríamos pensar que el cultivo de la espiritualidad humana está restringido a unos cuantos iluminados. De modo similar, podríamos creer que satisfacer necesidades de índole espiritual es sinónimo de practicar una religión. Sin embargo, existen muchísimas formas de desarrollar lo que reconocidos autores como Danah Zohar y Daniel Goleman denominaron “inteligencia espiritual”. En sencillo, ejercitamos el músculo de nuestra inteligencia espiritual al practicar habitualmente actividades que favorecen el desarrollo de nuestra autoconciencia y, al mismo tiempo, la continua salida de nosotros mismos. Ello, desde las neurociencias, se explica a través de la estimulación de ondas cerebrales de tipo alpha y theta, las cuales son responsables de favorecer procesos cognitivos como la memoria, la meditación, la intuición y la creatividad.

Las personas con una inteligencia espiritual altamente desarrollada se caracterizan por su capacidad para abordar preguntas fundamentales y hallar respuestas en relación a la propia identidad, sentido y propósito de vida; para afrontar la adversidad con flexibilidad, resiliencia y madurez; para comprender la realidad como un todo complejo, desde una mirada amplia y, profunda; para empatizar con las necesidades reales y potenciales de las personas; para amar y forjar vínculos sólidos y significativos; para tomar decisiones acertadas, consistentes con los propios valores y beneficiosas para todas las partes; para servir con generosidad a quienes les rodean; para construir un legado que perdure en el tiempo y trascienda la propia vida. En síntesis, volver sobre sí y trascenderse a uno mismo constituyen, juntos, la sístole y la diástole de la espiritualidad humana. 

En el ámbito organizacional, la inteligencia espiritual favorece el acceso a las motivaciones, valores y fuentes de significado más profundas, fortaleciendo la identidad cultural; permite la asunción consciente y responsable del impacto positivo y negativo que se genera en el otro y en el sistema; beneficia el alineamiento de las acciones, operaciones y decisiones diarias en torno al propósito de la organización y las necesidades de los stakeholders, alentando la innovación continua y la búsqueda activa de nuevas formas de añadir valor a la sociedad.

La inteligencia espiritual está demostrando ser importante tanto para nuestra vida personal como profesional. El contexto presente ha evidenciado que nuestra sed de sentido, nuestro anhelo de trascendencia y nuestro deseo de conectar con las personas, evidenciados en las circunstancias adversas, constituyen potentes motores de crecimiento para el ser humano y los mejores aliados para levantarse, reinventarse y alcanzar el máximo potencial. Dado que dedicamos una considerable fracción de nuestra vida al trabajo, es importante que nuestras necesidades espirituales hallen en nuestras labores un espacio seguro para su cultivo. Será importante que, a la hora de rediseñar la nueva normalidad de las empresas, incluyamos las necesidades espirituales en nuestra agenda, aprovechando la flexibilidad del teletrabajo al igual que los beneficios de las tecnologías digitales para satisfacerlas. En suma, es esencial migrar hacia un estilo de vida renovado, que favorezca tanto la búsqueda del ser como las necesidades del hacer y tener, es decir, hecho a la medida del ser humano en su totalidad.

Renzo Chavez
26 marzo, 2021

Las crisis son un excelente crisol para esclarecer en qué creemos y en qué estamos dispuestos a invertir. Cuando los tiempos convulsos se van difuminando, llega la hora de trazar nuevamente una estrategia y es común que reine la incertidumbre de hacia dónde debemos apuntar. Con no poca frecuencia, las organizaciones corren detrás de las modas estacionales, a veces urgidas por la necesidad de cerrar en verde el año fiscal, otras porque su antigua propuesta de valor caducó y necesitan una nueva. ¿Qué pensarías si te digo que es mejor apostar por consolidar tu cultura, en lugar de priorizar el diseño de estrategias redituables que, a corto plazo, te permitirán crecer pero que, a largo plazo, quizás signifiquen tu propio estancamiento y ruina?

Desde hace algunos años, diversos autores insisten en la necesidad de invertir en nuestra cultura organizacional. La mayoría de nosotros está de acuerdo con que es importante, pero también está dispuesta a postergar la decisión a fin de atender asuntos igual de importantes pero mucho más urgentes. Claro ejemplo de ello es que, en la dura situación que hemos atravesado, cultura debe haber sido una de las últimas prioridades que nos pasó por la cabeza. Sin embargo, contra lo que quizá podríamos creer, a la hora de la hora es el elemento determinante que decide quién lleva la delantera en términos de potencial de crecimiento.

De acuerdo con la última edición del Human Capital Trends (Deloitte, 2021), las organizaciones que respondieron mejor a la crisis causada por la COVID-19 fueron, a su vez, las que previamente habían adoptado una mentalidad de crecimiento, permitiéndose aprovechar lo disruptivo como oportunidad para propulsarse hacia adelante. El 15% de empresas que reconocían haber estado “muy preparadas” para una coyuntura como la de la pandemia fueron 2.2 veces más propensas a invertir para adaptarse a las cambiantes necesidades del mercado. De igual modo, este selecto grupo mostró mayor apertura frente a la adopción de nuevas tecnologías que permitan rediseñar su estilo de trabajo, en comparación con las empresas promedio. Y, lo más importante, fueron pioneras en la implementación de políticas que agilicen la toma de decisiones y que favorezcan el desarrollo de soluciones innovadoras para los problemas inminentes del mañana.

Estos hallazgos demuestran que las organizaciones necesitan estar permanente preparadas para los desafíos del presente y el mañana, si tienen intención de lograr algo más que sobrevivir. Para sobresalir, las organizaciones necesitan invertir en sus culturas. La cultura organizacional echa raíces en el propósito y los valores, al mismo tiempo que se construye a través de las conductas y decisiones de quienes la integran. Por lo general, las culturas fuertes comunican valores tales como la colaboración, la agilidad, la integridad, la centralidad de la persona, el compromiso y la innovación. Su mentalidad ganadora, su sólida brújula interna y su capacidad para inspirar a los suyos les permite ser 3.7 veces más proclives a lograr un desempeño destacado y sobresaliente, según cifras de Bain & Company.

Si tu intención es sobresalir, no puedes estar apagando incendios e improvisando soluciones de último minuto. Si quieres tomar las mejores decisiones siempre y, en especial, en medio de una crisis, necesitas invertir en tu cultura. Necesitas volver la mirada sobre tu propósito y tus valores, evaluar si realmente crees en ellos y, a la luz de esta convicción, revisar tus decisiones, prácticas habituales y planes de crecimiento, a ver si guardan coherencia. Probablemente descubrirás que hay mucho que cambiar y te preguntarás si vale la pena hacerlo. A ojo cerrado, lo vale. Los frutos que coseches mañana dependen de cuán bien cuides esa semilla de la cultura que hoy siembras.

Renzo Chavez
1 marzo, 2020

NO SOMOS MÁQUINAS

En el marco de un mercado tan competitivo como el nuestro, el éxito no llega por arte de magia. Hacer la diferencia hoy es sinónimo de altas cuotas de eficacia y productividad, y no solo a título personal, sino, principalmente, a nivel colaborativo. Detrás de toda gran empresa, existe no uno, sino decenas, cientos e incluso miles de trabajadores, dando día a día lo mejor de sí.

Con el tiempo, sin embargo, por el simple hecho de que los colaboradores no somos máquinas sino humanos, empezamos a padecer –contra nuestra voluntad, seguramente– los reveses del cansancio acumulado. Nuestros cuerpos empiezan a enviar alertas de que algo anda mal: cuadros de insomnio recurrentes, distracciones incesantes, gran irritabilidad, “inexplicables” crisis de ansiedad, o acaso las infaltables migrañas, gastritis y contracturas musculares. En suma, la sintomatología somática propia del burnout o “síndrome del trabajador quemado” (mencionada en nuestro post anterior).

No es sino cuando empiezan los temidos memos por bajo rendimiento que, sabiéndonos entre la espada y la pared, nos vemos obligados a hacernos cargo. Lamentablemente, no siempre decidimos lo más adecuado: en lugar de intervenir el “cáncer”, nos creemos capaces de sobrellevarlo y acabamos dilatando lo inminente. Porque muchos, convencidos de que tomar unas vacaciones o, simple y llanamente, hacer una breve pausa sería un lujo inadmisible (¡una irresponsabilidad con nuestras agendas siempre saturadas de pendientes y donde no cabe un post-it más!), así como un serio riesgo para nuestra continuidad en el puesto, nos engañamos diciendo que solo es cuestión de ponerse la camiseta y dar el extra una vez más. Y así, ignorando olímpicamente todas las “alertas” que emite nuestro organismo, seguimos adelante… hasta que colapsamos.

 

ERRAR ES HUMANO

¿Por qué, advirtiendo que no damos más y sabiendo, en el fondo, que lo más prudente es detenernos y descansar siquiera un momento, hacemos exactamente todo lo contrario? ¿Por qué nos auto-imponemos cargas laborales que no podemos soportar, colocando en riesgo nuestra salud y calidad de vida, y relegando al olvido otros muchos ámbitos igualmente importantes (como nuestras familias, amistades, aficiones, sueños, proyectos)?

Byung-Chul Han, célebre filósofo surcoreano, nos ofrece un sugerente punto de vista. Según apunta, vivimos inmersos en una “sociedad del rendimiento”, que censura enérgicamente el fracaso y lo califica, tanto implícita como explícitamente, como incompatible con el éxito profesional. He ahí que, alineados con los “valores” de esta atmósfera cultural, nos sintamos compelidos a auto-castigarnos y culparnos cada vez que no alcanzamos los objetivos y estándares de desempeño trazados por la sociedad. Lo peor de todo, sin embargo, no radica en el hecho de que nos reprendamos duramente por nuestras faltas, sino que creamos obstinadamente que hacerlo es algo completamente normal, y hasta necesario.

No se trata de hincarnos de hombros ante nuestras equivocaciones, sino de aprender a ser connaturales con ellas, otorgándoles el lugar y la importancia que merecen. El primer paso será siempre aceptar que no hay persona sobre la faz de la tierra que no se equivoque (sí, también nosotros). Decía Theodore Roosevelt que “el único hombre que jamás comete errores es el hombre que jamás hace nada”. Luego, no hay inconveniente en que fallemos de cuando en cuando, o incluso continuamente, porque todos, absolutamente todos, somos imperfectos. En boca de Cicerón: “Errar es humano; solo los necios perseveran en el error”.

El verdadero problema no radica, pues, en que nos equivoquemos, sino en que barramos nuestros fallos bajo la alfombra, sin corregirlos (¡cómo si disimularlos los esfumase!) ni aprovecharlos como ocasión para el aprendizaje. Podemos constatar entre nosotros un miedo profundo, generalizado y sobredimensionado al fracaso. Un “horror al error”. ¡Cuánto nos cuesta decir, con todas sus letras, “metí la pata… me hago responsable”! Queda claro que la toxicidad de culturas laborales que propinan a cada fallo una “bien merecida” punición no hacen sino fomentar, incentivar y exacerbar esta aprensión inconsciente a nuestros defectos.

 

FRACASOS INTELIGENTES

¿Cómo lidiar con nuestros fracasos en una civilización con alergia al error? Felizmente, no somos los primeros en abordar esta cuestión. Desde hace un tiempo, ciertas organizaciones vienen aproximándose al error desde una óptica novedosa, con resultados bastante favorables. Conscientes de que para innovar es necesario iterar, empresas de la talla de Google, Amazon y Pixar hoy apuestan por políticas, culturas y climas institucionales que incentivan, reconocen e incluso premian la osadía y confianza de todos aquellos que arriesgan, experimentan y abrazan lo disruptivo, sea cual sea el desenlace de sus esfuerzos.

Para fallar mejor, hay que fallar temprano. Quizás el caso más ilustrativo al respecto es el de Toyota. Pioneros y difusores de una metodología original (kaizen) que les valió una amplia ventaja competitiva en el desarrollo de nuevas tecnologías (como los motores híbridos), esta compañía halló la clave del éxito en una cultura de “amor al error”. Al implementar el sistema de control “Andon” –diseñado para que todos y cada uno de los colaboradores puedan alertar in situ sobre cualquier desperfecto detectado, tirando de un cordón que detenía temporalmente la cadena de producción–, Toyota construyó un clima institucional de corresponsabilidad, empoderamiento y confianza. Todo aquel que ayudase a la empresa a “aprender” de sus errores era públicamente felicitado, porque, al hacerlo, la empresa evitaba pérdidas millonarias a largo plazo, al mismo tiempo que garantizaba el máximo bienestar de sus futuros usuarios.

Los errores no son problemas, sino oportunidades doradas que tantas veces desmerecemos. Ante una realidad tan compleja y un mercado tan volátil, estos nos ofrecen un insight invaluable de realismo, tan necesario para confrontar la viabilidad de nuestras propuestas y proyectos. Es mejor verificar nuestros “prototipos” en entornos seguros (llámese laboratorios, gimnasios, ‘dojos’), diseñados para un óptimo aprendizaje, que exponernos a “sorpresas” desagradables sobre la marcha. Hoy, más que nunca, fallar es una necesidad, no un lujo. Necesitamos fallar para aprender. Y necesitamos aprender si queremos prosperar, destacar, trascender y mejorar continuamente.