Renzo Chavez y Gilda Bohl
27 mayo, 2021

En el breve plazo de unos cuantos meses, la humanidad experimentó un indiscutible antes y después, un giro tangible de 180° que cambiaría para siempre nuestras vidas. La pandemia nos hizo lidiar de manera inesperada con la dura realidad de las pérdidas de la vida: en el primer y más importante lugar, de seres queridos que partieron de forma súbita y que no pudimos despedir adecuadamente; luego, de trabajos e ingresos económicos; de relaciones humanas y encuentros sociales; de libertades, hábitos y estilos de vida; de sueños, metas e ilusiones. Despojarnos repentinamente de todo representó, consciente o inconscientemente, un período de duelo con todas sus letras.

La crisis sanitaria puso al descubierto verdades fundamentales de la vida, como que nuestra existencia es breve y nuestros planes frágiles; que no podemos andar por la vida sin hallarle un significado a lo que hacemos; que necesitamos de las personas y las personas necesitan de nosotros. Verdades evidentes, pero que habíamos olvidado; que habíamos descuidado y relegado al segundo plano, quizá por considerarlas irrelevantes, prescindibles o inútiles. En tal sentido, este tiempo de duelo significó una oportunidad única para detenernos a meditar, a reconsiderar prioridades y decisiones, a agradecer y valorar nuestro aquí y ahora. Dicho de otro modo, nos permitió reconectar con nuestras necesidades espirituales, olímpicamente desatendidas pero fundamentales para nuestra autorrealización. Reencontrarnos con este ámbito de nuestra existencia ha constituido un importante paso, pero es apenas el inicio. De ahora en adelante, tenemos la responsabilidad de convertirnos en expertos en satisfacer los pedidos y reclamos de nuestro yo profundo.

A veces podríamos pensar que el cultivo de la espiritualidad humana está restringido a unos cuantos iluminados. De modo similar, podríamos creer que satisfacer necesidades de índole espiritual es sinónimo de practicar una religión. Sin embargo, existen muchísimas formas de desarrollar lo que reconocidos autores como Danah Zohar y Daniel Goleman denominaron “inteligencia espiritual”. En sencillo, ejercitamos el músculo de nuestra inteligencia espiritual al practicar habitualmente actividades que favorecen el desarrollo de nuestra autoconciencia y, al mismo tiempo, la continua salida de nosotros mismos. Ello, desde las neurociencias, se explica a través de la estimulación de ondas cerebrales de tipo alpha y theta, las cuales son responsables de favorecer procesos cognitivos como la memoria, la meditación, la intuición y la creatividad.

Las personas con una inteligencia espiritual altamente desarrollada se caracterizan por su capacidad para abordar preguntas fundamentales y hallar respuestas en relación a la propia identidad, sentido y propósito de vida; para afrontar la adversidad con flexibilidad, resiliencia y madurez; para comprender la realidad como un todo complejo, desde una mirada amplia y, profunda; para empatizar con las necesidades reales y potenciales de las personas; para amar y forjar vínculos sólidos y significativos; para tomar decisiones acertadas, consistentes con los propios valores y beneficiosas para todas las partes; para servir con generosidad a quienes les rodean; para construir un legado que perdure en el tiempo y trascienda la propia vida. En síntesis, volver sobre sí y trascenderse a uno mismo constituyen, juntos, la sístole y la diástole de la espiritualidad humana. 

En el ámbito organizacional, la inteligencia espiritual favorece el acceso a las motivaciones, valores y fuentes de significado más profundas, fortaleciendo la identidad cultural; permite la asunción consciente y responsable del impacto positivo y negativo que se genera en el otro y en el sistema; beneficia el alineamiento de las acciones, operaciones y decisiones diarias en torno al propósito de la organización y las necesidades de los stakeholders, alentando la innovación continua y la búsqueda activa de nuevas formas de añadir valor a la sociedad.

La inteligencia espiritual está demostrando ser importante tanto para nuestra vida personal como profesional. El contexto presente ha evidenciado que nuestra sed de sentido, nuestro anhelo de trascendencia y nuestro deseo de conectar con las personas, evidenciados en las circunstancias adversas, constituyen potentes motores de crecimiento para el ser humano y los mejores aliados para levantarse, reinventarse y alcanzar el máximo potencial. Dado que dedicamos una considerable fracción de nuestra vida al trabajo, es importante que nuestras necesidades espirituales hallen en nuestras labores un espacio seguro para su cultivo. Será importante que, a la hora de rediseñar la nueva normalidad de las empresas, incluyamos las necesidades espirituales en nuestra agenda, aprovechando la flexibilidad del teletrabajo al igual que los beneficios de las tecnologías digitales para satisfacerlas. En suma, es esencial migrar hacia un estilo de vida renovado, que favorezca tanto la búsqueda del ser como las necesidades del hacer y tener, es decir, hecho a la medida del ser humano en su totalidad.

Renzo Chavez y Mauricio Galvez
29 abril, 2021

Han pasado once años desde que la plataforma Deepwater Horizon, propiedad de la petrolera británica BP, fuese responsable del mayor derrame accidental de crudo en la historia. A raíz de la explosión y hundimiento de la torre petrolífera, once personas perdieron la vida y 795 millones de litros de oro negro fueron vertidos sobre las aguas del Golfo de México durante 87 días, ocasionando pérdidas equivalentes a $65M y la afección de incontables especies marítimas. Lo más impactante de todo esto fueron quizás las funestas declaraciones del entonces CEO de BP, Tony Hayward, quien, días después de haber afirmado que asumirían total responsabilidad ante el accidente, confesó ante la prensa que nadie más que él quería que la situación acabase, ya que solo quería “volver a tener una vida”. Los medios internacionales criticaron duramente estas palabras y el modo cómo gestionó la crisis, lo que eventualmente llegó a forzar su renuncia. Más allá de ello, esta compleja situación dio pie a una importante pregunta: ¿hasta qué punto deben las empresas responsabilizarse del impacto que generan con sus acciones y omisiones? Dicho de otro modo, ¿el compromiso que asumen frente a las consecuencias previstas e imprevistas de sus operaciones es algo que las obliga, o está sujeto a su libre albedrío y altruismo? 

Para llegar a una respuesta satisfactoria, es necesario escarbar un poco en los anales de la historia. Curiosamente fue en Gran Bretaña, cuna de BP, que la primera legislación referente a derechos del trabajador vería la luz. En el contexto de la Revolución Industrial y la configuración de las nuevas relaciones laborales, el filósofo inglés John Stuart Mill manifestó: ““El valor de una nación no es otra cosa que el valor de los individuos que la componen”, defendiendo a muchos que, en aras de la productividad, padecían injusticia y maltrato laboral por parte de una industria que no se sentía responsable más que de pagarle un salario. Con el correr de los años, diversos reclamos y discusiones permitieron la progresiva reivindicación de la dignidad del trabajador: las luchas por el reconocimiento de derechos que hoy en día son fundamentales dieron lugar, entre otros beneficios, a la jornada de ocho horas y las primeras coberturas por accidentes de trabajo y enfermedades relacionadas.

Fruto de ello, décadas después una larga lista de derechos y reconocimientos laborales cruzaría el Atlántico y sería incorporada por la potencia económica que gobernaría el mundo a partir del siglo XX: Estados Unidos. El continuo afianzamiento de una economía de mercado en el mundo occidental continuaría alterando las relaciones entre empresa, trabajadores y comunidad, hasta aproximadamente el fin de la bipolaridad en 1991 y la eventual consolidación de una economía interconectada y globalizada. A raíz de estos cambios, la salvaguarda del trabajador logró una aceptación universal, concretándose acuerdos internacionales y creándose órganos reguladores que apremiaron y acentuaron la necesidad de una “responsabilidad social corporativa”, concepto que, a la fecha, forma parte del argot empresarial.

La responsabilidad social corporativa no se limita al cumplimiento de un ordenamiento legal, sea enmarcado por la Organización Internacional del Trabajo o por la normativa del país donde una organización opera: constituye, por sobre todo, un compromiso libre y consciente de la empresa con la gran comunidad que la rodea. Tal como establece el Pacto de las Naciones Unidas, redactado al iniciar el nuevo milenio, y ratifican los postulados de la Guía de responsabilidad social o ISO 26000, publicada por la Organización Internacional de Normalización a fines de 2010, las organizaciones socialmente responsables se comprometen a reconocer, respetar y promover los derechos humanos, laborales y ambientales, precisamente porque son conscientes de la importancia de su labor para el desarrollo sostenible y el bienestar global. En adhesión a los lineamientos de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, establecidos por la ONU en el 2015, las corporaciones reafirman su compromiso con un mañana sostenible, proyectando a largo plazo el impacto que pueden legar a las generaciones futuras.

Lo que nació bajo forma de disposiciones legales que obligaban a las empresas a hacerse cargo del impacto negativo de sus acciones fue madurando, evolucionando y extendiéndose, hasta el punto de abarcar a toda la red de stakeholders: colaboradores, directivos, clientes, accionistas y proveedores, además del aparato gubernamental, el medio ambiente y la sociedad entera. En este contexto, las organizaciones de hoy procuran disponer de herramientas y políticas que les permitan satisfacer las demandas provenientes de tan diversos frentes. Esta inversión, al fin y al cabo, termina siendo altamente beneficiosa para las propias empresas. Según el parecer de los autores del aclamado libro Capitalismo Consciente, el compromiso responsable con los propios stakeholders es una clave fundamental para consolidarse y sobresalir en un mercado altamente competitivo como el actual. 

Contrario a lo que comúnmente se cree, la responsabilidad social corporativa difiere totalmente del altruismo empresarial, precisamente porque la una es un compromiso sostenido en el tiempo y nacido de una conciencia genuina hacia todas las partes implicadas y el impacto tanto positivo como negativo que la empresa pueda tener en ellas, mientras que la otra se limita a contribuir de forma espontánea, arbitraria y desinteresada con el bienestar de cualquier particular, sin asumir una relación de compromiso a largo plazo. Tanto la una como la otra son loables, pero antes que empresas benefactoras, altruistas y generosas con terceros, necesitamos compañías realmente responsables con la generación de valor para las personas, el cuidado de los suyos y el arraigo de una economía consciente, que beneficie a todos.