Renzo Chavez
1 diciembre, 2021

Para muchos, nuestro trabajo consiste en añadir valor a las personas. Los seres humanos tenemos un amplio abanico de demandas y necesidades; el mercado, un amplio abanico de ofertas para atenderlas. No es fácil sobresalir (ni tampoco sobrevivir) en un mercado tan competitivo como el actual, por lo que diferenciarse es fundamental. Sin embargo, aunque logremos hacerlo, lo que ofrecemos se vuelve obsoleto en tiempo récord, lo que exige estar continuamente en búsqueda de nuevas maneras de satisfacer las altamente cambiantes necesidades humanas desde una propuesta de valor marcadamente distinta de la del resto.

Puesto en sencillo, día a día nos dedicamos a crear. Es decir, nuestro trabajo nos reclama ser altamente creativos, para descifrar soluciones ante problemas realmente complejos, enigmáticos e inéditos. En un mundo como el nuestro, la creatividad no es un privilegio de algunos, un lujo que podemos dejar de lado: es una competencia indispensable para el éxito, que todos, por tanto, debemos desarrollar si queremos prosperar a largo plazo. El acto creativo de innovar es, en la práctica, combinar elementos bien conocidos de la realidad de manera novedosa, hasta dar con algo nunca antes visto.

Contrario a lo que podríamos pensar, no existe un único perfil “creativo”. Todos somos creativos por naturaleza, y no solo en potencia. Nuestra creatividad se evidencia desde la primera infancia, cuando exploramos y jugamos sin límite alguno, uniendo puntos no conexos y dando rienda suelta a fantasías completamente originales. Naturalmente, hay personas más creativas que otras, pero ello no significa que la creatividad sea algo que esté restringido a solo algunos cuantos. Todos, si la ejercitamos cual músculo, podemos llevar nuestra creatividad al máximo. Del otro lado de la moneda, muchas veces somos nosotros mismos los primeros responsables en limitar nuestra creatividad, diciéndonos que no nacimos para ello. Por lo que, si en tu mente descubres que te pones límites para volar, pregúntate: ¿qué puedes hacer para innovar, para mejorar, para pensar (y actuar) fuera de la caja?

Como cualquier músculo, nuestra creatividad se desgasta cuando la sobreexigimos. Los así llamados “bloqueos creativos” ocurren, a menudo, cuando la creatividad se atrofia a causa de exprimirla sin tregua. En circunstancias así, podemos sentir la tentación de tirar la toalla, sepultar nuestra quisquillosa creatividad y dedicarnos a vender enlatados. Si la “gallina de los huevos de oro” no quiere seguir empollando, ¿qué podemos hacer? Claro está, el problema radica en que las soluciones que diseñamos a diario dependen, en gran medida, de esa “gallina de los huevos de oro”, y no de otra, por lo que lo que debemos hacer es evitar que llegue al mencionado límite, lo que no es otra cosa que echar leña al fuego para evitar que la llama de la creatividad se nos apague. ¿Es eso posible?

Sí, si sabemos hacerlo. Y como nuestra intención no es crear la pólvora, lo conveniente es mirar a aquellos que han encontrado la fórmula para afrontar este desafío. Porque, sí, existen individuos, equipos y organizaciones a lo largo del globo terrestre que viven y sobresalen gracias al inagotable manantial de su creatividad. Adam Grant, en su célebre best-seller, “Originales”, nos cuenta que existen, de hecho, algunos sorprendentemente sencillos hábitos que todos ellos practican, y que constituyen un elemento fundamental de las exitosas recetas que continuamente elaboran.

La primera de estas prácticas es la procrastinación. Vicio para la productividad, cuando se trata de creatividad, dejar las cosas para mañana o pasado mañana es probablemente nuestro mejor aliado. Cuando procrastinamos, hacemos una pausa necesaria a aquello que habíamos empezado, lo que nos da tiempo suficiente para pensar de modo no lineal y considerar ideas divergentes, hacer saltos inesperados y salirnos un poco bastante del guion.

Otro gran aliado de la creatividad es la diversidad. Y aquí viene el segundo hábito: no se trata de buscar lo enteramente diferente, sino más bien lo ligeramente mejor. Para ser originales, no hay que ser los primeros en proponer algo: solo hay que ser diferentes y hacerlo excelente. En este sentido, la clave está en escuchar las necesidades de nuestro público objetivo: ¿qué necesitan las personas?, ¿qué se les ofrece?, ¿qué de bueno tiene lo que se les brinda?, ¿por qué no están satisfechas?, y ¿qué podemos añadir nosotros?

La tercera buena práctica está, como decíamos párrafos atrás, no fuera de nosotros sino, más bien, dentro. Quizá estés plagado de dudas y miedos respecto, por ejemplo, de tu propio potencial creativo: ¿qué pasaría si llegase el día en que la “gallina de los huevos de oro” se rehúsa a seguir poniendo? Definitivamente, existe un multiverso infinito de posibilidades y de “qué pasaría si”, de modo que no tiene caso andarse mucho tiempo mordiéndose la cola en esos lares. Definitivamente, dudar de uno mismo no sirve para nada… pero dudar, en sí, es bueno, y de hecho, hace falta canalizar nuestras dudas para dudar, más bien, sobre el mundo en que vivimos. La duda debe energizarnos, movernos a curiosear, salir de nuestra zona de confort, experimentar, prototipar y seguir adelante hasta alcanzar la perfección, o lo que más se le parezca. Los originales más importantes de la historia fueron los que más fallaron, porque fueron los que más intentos hicieron. He ahí que, respecto de nuestros miedos, solo deberíamos temerle a la inacción, esto es, a llegar al punto de preguntarse: “¿qué habría pasado si…?”, y no tener respuesta.

Quiero añadir un cuarto hábito: chocar. Las personas más originales del mundo son las que, muchas veces, más roces tienen con los demás. Los conflictos, de los que siempre queremos deshacernos, barriéndolos bajo la alfombra lo más rápido posible, tienen, en realidad, un gran potencial creativo. Tienen una razón de ser en nuestras vidas: porque somos distintos, chocamos. Y, si los sabemos aprovechar, en lugar de hundirnos, como dos transatlánticos que se estrellan en medio del mar, podemos ser más bien como dos piedras que, al rozarse, sacan chispa, convirtiendo un bosque seco en una hoguera viva. De hecho, en inglés hay una palabra que se utiliza mucho para hablar sobre creatividad, y es “kindle”. La creatividad es algo que se enciende a conciencia, no que se improvisa.

Existen muchas técnicas para despertar la chispa de la creatividad, pero lo importante, más que las técnicas, es entender esto: todos podemos hacerlo. Parafraseando a Adam Grant, los originales son inconformistas. Tienen nuevas ideas y las defienden. Y, cada vez que hacen esto, impulsan la creatividad de todos y movilizan el cambio en el mundo.

Renzo Chavez
15 agosto, 2020

“PRODUZCO, LUEGO EXISTO”

Dicen que una de las mejores formas de mejorar nuestra productividad consiste en dejar de lado todas aquellas actividades que podríamos delegar o que, simplemente, no nos compete poner por obra, para así dedicarnos a aquellas que realmente nos atañen, nos apasionan y nos resultan significativas para añadir valor a las personas. Parece que del dicho al hecho sí hay un largo trecho, puesto que, aun conociendo la existencia de estas verdades, nos resulta inexplicablemente difícil llevar estas consideraciones a la práctica. Es decir, preferimos que actividades innecesarias sigan robando nuestro tiempo, drenando nuestra energía vital y absorbiendo, cual dementores, nuestra felicidad y mayores sueños, antes que despedirlas. Tal es el precio que estamos dispuestos a pagar para mantenernos, al fin y al cabo, ocupados.

¿Qué sucede? ¿Por qué nos cuesta tanto abandonar estas sanguijuelas de la productividad? ¿A qué se debe que nos aferremos tan tozudamente a ellas? Precisamente, a que insistimos en cimentar el edificio de nuestra honda valoración personal sobre el pantanoso terreno de las actividades que llevamos a cabo. Esta práctica, tan habitual durante la actual coyuntura, no se circunscribe a razones de inseguridad laboral (“si no demuestro que soy valioso para mi puesto de trabajo, entonces pierdo el empleo”), sino que, en última instancia, obedece a una confusión histórica entre ser y hacer; entre dignidad y acción; entre identidad y libertad.

En sentido estrictamente etimológico, producir (facere) y obrar (agere) designan, cada cual, un ámbito diferenciado del “hacer”. Ambas acciones eran consideradas indispensables para la correcta realización personal, con la salvedad de que la primera debía ordenarse a la otra.  El término facere está referido a aquellos actos que, realizados, modifican y perfeccionan la realidad circundante, transformándola. El sujeto imprime su huella singular sobre el objeto producido; no obstante, este último existe de modo ajeno e independiente a su autor. Por su parte, el vocablo agere, perteneciente al ámbito de la moral, designa una acción inmanente, cuyo efecto incide principalmente sobre el propio sujeto que la realiza, perfeccionándolo.

El ser humano, independientemente de cuanto produce y obra, es digno por naturaleza, esto es, posee un valor primordial e inalienable, inscrito en la línea del ser (no del hacer). Todo cuanto obramos tiene la capacidad de contribuir o desdecir quiénes auténticamente somos, haciéndonos mejores o peores personas; y todo cuanto producimos, en esta misma línea, es capaz de añadir o restar valor al mundo que nos rodea. Ninguna de nuestras acciones –tanto buenas como malas, productivas como improductivas– constituye el último fundamento de nuestra dignidad personal. Luego, la creencia que subordina nuestra valoración y estima al conjunto de resultados que alcanzamos no solo es falsa, sino, incluso, perjudicial y riesgosa.

Necesitamos, pues, cambiar más que formas de trabajar. El teletrabajo no es, per se, ninguna solución. Al contrario, como ya hemos mencionado, arrastra consigo sus propios desafíos y oportunidades. El cambio debe empezar en las personas: en cada persona y, también, en la propia cultura de trabajo. Para lograrlo, necesitaremos transformar nuestro vigente mindset de trabajo. Debemos dejar atrás aquellas creencias disfuncionales que catalogábamos como normales, para incorporar en su lugar una renovada óptica de productividad, mejor alineada al conjunto integral de las necesidades humanas. Y, ciertamente, tendremos que ocuparnos de modo prioritario de desterrar aquella creencia dominante que, engañosamente, susurra a nuestros oídos que “somos en la medida que hacemos, o, más claro aún, que “valemos si y solo si producimos”.

 

PRODUCTIVIDAD CENTRADA EN LA PERSONA

Llegados a este punto, podemos proponer, ahora sí, una visión renovada de productividad. Para tal propósito, no ofreceremos una “receta”, dado que no existe al respecto una fórmula unilateral ni mucho menos de fácil aplicación. Lo que sí podemos ofrecer es un trinomio que nunca debemos dejar de lado, y es el siguiente: creencias–hábitos–entorno. En aquel orden. Empezar de atrás para adelante es posible, sí, y lograremos pequeños cambios, pero solo en la medida en que empecemos desde dentro transformaremos sostenible y vigorosamente la cultura laboral.

Contrario a lo que a veces creemos, los cambios duraderos empiezan con micro-cambios, los cuales ocurren en lo profundo. Si queremos algo más que un maquillaje, esto es, si queremos que la cultura del trabajo mude realmente de piel, debemos redefinir el propio concepto de productividad. Previo a la pandemia, el trabajo era considerado unánime e implícitamente como el valor supremo de nuestra vida social. Todo era justificable por trabajo y, sin trabajo, las personas valíamos poco o nada. El predominio de lo laboral era un incuestionable de la cultura: negarlo, siquiera ponerlo en tela de juicio, equivalía a atentar contra la mismísima supervivencia de la civilización humana. Esta consideración, como ya expusimos, responde a la implícita premisa de que el fundamento de nuestra dignidad reposa, en última instancia, en las decisiones que tomamos y los resultados que obtenemos fruto de nuestra libertad. A ello debemos responder invirtiendo radicalmente la escala de valores de la cultura laboral actual, que a la fecha relega al más recóndito rincón la preocupación por el ser y lo desplaza por un hacer distorsionado y exacerbado.

Tal y como hemos mencionado, sin cambio de creencias no hay mayor transformación. Pero si este renovado mindset no es acompañado por prácticas que lo soporten y lo concreten, de nada sirve. Virtudes y competencias, a saber, buenos hábitos tanto en el plano moral como operativo, resultan cruciales para garantizar la sostenibilidad y eficacia del nuevo mindset. No solo es importante incorporarlos, sino también renovarlos constantemente, según las exigencias del mundo cambiante, y ello supone entender de primera mano el proceso mismo como los seres humanos nos habituamos a practicar algo, independientemente de cualquier circunstancia. De acuerdo con Charles Duhigg, reconocido autor de El poder de los hábitos, no se trata de trabajar sobre la señal o la recompensa, sino sobre la rutina. Acostumbrarnos a realizar algo de una manera determinada puede tardar entre 18 y 254 días, variando según el grado de fijación de la conducta a modificar. Luego, no esperemos que grandes cambios acontezcan de la noche a la mañana (y, mucho menos, cuando llevan aferrados desde años interminables a creencias de honda y extensa raigambre).

Por último, pero no menos importante, es preciso garantizar también un entorno higiénico, a saber, propicio para el trabajo y seguro contra los célebres ladrones del tiempo (a saber, las distracciones, las interrupciones, los desmotivadores y, sobre todo, la procrastinación). En la medida de lo posible, es conveniente procurar reservar bloques de concentración en nuestras agendas, donde trabajemos con dedicación y enfoque de mayor exigencia interior. Y, para pendientes de menor grado, disponemos de un sinnúmero de herramientas, muchas de ellas digitales, que nos permiten organizarnos y priorizar lo importante por encima de lo urgente. Siempre respetando el principio referido, a saber, el de invertir nuestras fuerzas y tiempo a realizar exclusivamente actividades que sea nos obliguen, sea nos añadan valor, a saber, garantizando que, cuando trabajemos en algo, seamos irremplazables en hacerlo.

Se trata, en efecto, de proponer una productividad centrada en la persona, en donde el auto-conocimiento de nuestras fortalezas y limitaciones sea el punto de partida para rendir mejor y para alcanzar, con realismo, las más altas cotas de excelencia. Ello supone, por un lado, un alto conocimiento de la realidad humana, a saber, sobre qué necesitamos las personas; cómo nos comportamos e incorporamos hábitos; sobre qué nos motiva y nos desmotiva a diario; sobre qué condiciones precisamos para rendir al máximo. Recordemos que la productividad no tiene como máxima “trabajar más”, sino “trabajar mejor”. Y que el parámetro de lo mejor no es, de ninguna manera, el principio unilateral del rendimiento, que desemboca en valorar a la propia persona en términos de resultados, sino más bien la misma naturaleza humana.

 

CONCLUSIÓN

Si hubiésemos de resumir en dos breves frases el renovado principio de productividad que hasta el momento hemos expuesto, propondría las siguientes: hacer que las cosas sucedan, y dar siempre lo mejor. Considero que la productividad es el resultado de sumar efectividad y excelencia. En efecto, en la medida en que trabajemos mejor, no solo alcanzaremos los más altos resultados (incluso, en el menor tiempo), sino también agregaremos el máximo valor posible a las personas y a la sociedad.

La coyuntura actual, que afecta directamente el modo como hasta entonces habíamos estado trabajando, constituye una oportunidad dorada para mudar no solo las formas externas de la vida profesional, sino para reformar, desde su raíz, la cultura laboral misma. Después de esta pandemia, podríamos tranquilamente volver a la “normalidad”, esto es, al estado de las cosas tal y como eran antes. Habríamos, en mi opinión, malgastado una oportunidad dorada para dejar atrás un amplio rango de creencias, hábitos y estructuras arcaicas y nocivas que, hasta entonces, dominaron nuestra conducta. Hoy contamos con una ocasión impostergable para mejorar una crucial dimensión de nuestras vidas que, actualmente, ocupa más de la mitad de nuestro tiempo despiertos y que, a su vez, constituye una de las principales fuentes de nuestra realización humana. Únicamente de nosotros depende que el futuro del trabajo, aquel que heredemos a las próximas generaciones, sea no solo distinto sino mucho mejor.

Renzo Chavez
15 mayo, 2020

“Los siete hábitos de la gente altamente efectiva”, además de ser un best-seller internacional, es una obra sui generis para su género. Aborda la cuestión del éxito desde una perspectiva singular e inusitada: desde adentro hacia afuera. Se detiene extensamente en comprender la relación entre ver, pensar y actuar, haciendo hincapié en la importancia de cambiar nuestros paradigmas y hábitos para mejorar exponencialmente nuestra efectividad diaria.

En contraste con la profusa pero superficial literatura de auto-ayuda y superación personal, Stephen Covey propone recobrar una ética del carácter como verdadero cimiento del éxito. Desde esta lógica, una persona exitosa –y, por ende, una persona feliz– es aquella que sigue los principios fundamentales de la efectividad humana (la integridad, la humildad, el valor, la fidelidad, la mesura, la justicia, la paciencia, el esfuerzo, la simplicidad, la modestia y la “regla de oro”). Los siete hábitos propuestos por el autor representan la internalización y materialización de los principios correctos que fundamentan la felicidad y el éxito duradero.

Para Covey, la adopción de hábitos empieza, necesariamente, por el cambio de los propios paradigmas. Se trata de transformar el “modo” en que vemos el mundo; solo así lograremos mejorar nuestras conductas y actitudes. Cuanto más conscientes seamos de nuestros mapas y supuestos, en mayor grado podremos asumir la responsabilidad de tales paradigmas. Al examinarlos, someterlos a prueba y confrontarlos con las percepciones de otros, habremos alcanzado un cuadro más amplio y objetivo de la realidad, que nos posibilite pensar, actuar e incluso relacionarnos con los demás de manera renovada.

“El modo en que vemos el problema es el problema”, escribe Covey. “De adentro hacia afuera significa empezar por la persona; más fundamentalmente, empezar por la parte más interior de la persona: los paradigmas, el carácter y los motivos… De adentro hacia afuera es un continuo proceso de renovación basado en las leyes naturales que gobiernan el crecimiento y el progreso humanos. Es una espiral ascendente de crecimiento que conduce a formas de independencia responsable e interdependencia efectiva”, concluye.

Los paradigmas son poderosos porque crean los cristales o los lentes a través de los cuales vemos el mundo. Nunca llegaremos muy lejos en la modificación de nuestro modo de ver si no mudamos, en simultáneo, nuestro modo de ser, y viceversa. Para ver de otro modo, nos hace falta ser de otro modo. Incansablemente, Covey nos exhorta a invertir en el crecimiento y desarrollo del propio carácter: cuanto más estrechamente nuestros mapas coincidan con los principios de la efectividad humana, más exactos y funcionales seremos. Los paradigmas correctos influyen en nuestra efectividad personal e interpersonal mucho más que cualquier esfuerzo consumido en cambiar nuestras actitudes y conductas.

En este sentido, los siete hábitos propuestos por el autor establecen la hoja de ruta necesaria para alcanzar un óptimo nivel de efectividad humana, sea cual sea la época histórica en que vivamos. Sin más rodeos, Stephen Covey propone los siguientes: 1) Sé proactivo; 2) Empieza con un fin en la mente; 3) Establece primero lo primero; 4) Piensa en ganar/ganar; 5) Antes de ser comprendido, procura comprender; 6) La sinergia; 7) Afila la sierra (¡renuévate!).

En esta breve reseña, nuestro propósito no es explicar detalladamente cada uno de los siete hábitos de Stephen Covey, sino poner de relieve la originalidad de su propuesta. Valoramos el enfoque marcadamente humano provisto por el autor, además de su constante referencia a episodios concretos de la vida cotidiana, desde un lenguaje tanto sencillo como profundo. Asimismo, destacamos su interés por rescatar las bondades de una correcta independencia personal, al mismo tiempo que enfatiza el alto valor de la interdependencia en una sociedad habituada a identificar efectividad con individualismo. Por último, reconocemos su acertada mención a la importancia de renovarnos habitualmente, más aún cuando muchas veces, en nombre de la productividad, nos abandonamos a regímenes extenuantes de trabajo, sin tener en cuenta nuestra salud, nuestro bienestar y, en pocas palabras, nuestra felicidad.

En conclusión, “Los siete hábitos de la gente altamente efectiva” de Stephen Covey ofrece al lector una refrescante mirada a la cuestión del éxito, asociado, en última instancia, al modo cómo miramos la realidad y, en consecuencia, a las conductas y actitudes que adoptamos. El autor subraya repetidamente la importancia de los hábitos como pieza esencial del proceso de transformación humana. En la medida en que invirtamos en nosotros mismos, esto es, en nuestro crecimiento personal y desarrollo del carácter, estaremos garantizando un mañana feliz, además de exitoso.

 

La presente publicación es una reseña original de la obra de COVEY, S. (2013): Los siete hábitos de la gente altamente efectiva. Bogotá: Planeta.