Renzo Chavez
28 junio, 2021

ADN INNOVADOR

¿Qué tienen en común empresas como Microsoft, Amazon, AirBnB e IKEA? Además del éxito y la calidad de sus productos y/o servicios, que todas fueron capaces de sobresalir gracias a modelos de negocios tan rentables como innovadores. Su genialidad radica en su capacidad para explotar con creces los modelos de negocio actuales, al mismo tiempo que exploran cómo mejorarlos y rediseñarlos, en miras a proponer modelos de negocio disruptivos, que atiendan las necesidades del presente y del mañana. En vez de esperar pasivamente las crisis inminentes, se adelantaron a la ola de cambios y enseñaron a los demás a surfearla. Estas compañías han comprendido que la innovación no es algo ajeno a su identidad, sino inherente a su código genético y vital para su crecimiento sostenido.

Invencibles es el atinado adjetivo con el que Osterwalder, Pigneur, Etiembre y Smith han denominado a estas organizaciones, capaces de reinventarse constantemente, competir con modelos de negocio superiores e, incluso, cruzar las fronteras de la propia industria. Desde la óptica de los autores, quienes publicaron su aclamada entrega en el umbral de la pandemia, la nueva normalidad constituye una indeclinable invitación a transformar nuestras culturas organizacionales, abanderando la flexibilidad, la gestión del riesgo y la resiliencia como nuevos valores institucionales.

Todos hemos sido testigos de que, para sobrevivir a la crisis, para continuar generando valor a las personas, adaptarse es un imperativo y, a veces, reinventarse completamente también lo es. Si, en términos empresariales, tuviésemos que escoger una gran lección que nos dejó la pandemia, probablemente sería que las estrategias de siempre ya no funcionan. Hemos aprendido que la innovación debe ser continua y que el secreto de la disrupción no está en lo nuevo por lo nuevo, sino en reescribir los modelos de negocio en función de las necesidades de los clientes, los equipos y de la sociedad en su conjunto.

 

MITOS SOBRE LA INNOVACIÓN

En el esfuerzo por construir una organización a prueba de balas, nos toparemos con una serie de mitos que pueden disuadirnos a tirar la toalla e instalarnos en nuestra zona de confort. El primero de ellos: asumir que innovar es sinónimo de encontrar y ejecutar la idea perfecta. Queda claro que, en lugar de casarnos con una idea, importa más adoptar un espíritu de innovación continua, que te permitirá transformar las ideas que surjan en nuevas propuestas de valor, escalables y conectadas con las necesidades de los clientes.

Dos: ‘Invertir es sumamente costoso’, decían. No es tanto así. La innovación, en realidad, se compone de pequeñas y continuas inversiones, que van disminuyendo en frecuencia y nivel de riesgo con el avance del tiempo. Si tu idea no funciona, no pasa nada. Es mucho mejor aprender de errores tempraneros, baratos y seguidos, que hacer un all-in a ciegas, confiando, sin conocimiento de causa, en tener la mano ganadora.

El tercer mito se asocia a la creencia de que debes probar exhaustivamente tu idea antes de implementarla. El ensayo-error es importante, sí, pero no esperes que te brinde todas las respuestas. Por más informada que sea, cualquier decisión siempre comporta riesgo: escoges una alternativa en detrimento de otra, muchas veces con evidencia incompleta.  Por tanto, infórmate lo suficiente, lo mejor posible, pero no permitas que tu inseguridad te quite la viada y ahogue el impulso innovador.

 

CULTURA AMBIDIESTRA

Los autores de La empresa invencible insisten en la importancia de diseñar una cultura de innovación continua. Ellos la denominan “cultura ambidiestra”, haciendo hincapié en la necesidad de apostar tanto por explotar las oportunidades del hoy como por explorar las posibilidades del mañana. Poner el foco solo en una en detrimento de la otra supone pisar el acelerador con el freno de mano puesto. Para lograr este cometido, los autores ofrecen una serie de herramientas prácticas, idóneas para medir, gestionar y acelerar la innovación, al igual que estrategias útiles para reducir el riesgo al lanzar nuevos modelos de negocio. Sin embargo, el núcleo de su propuesta no descansa ni en las herramientas ni en las estrategias, sino en cuatro criterios a incluir al diseñar una cultura innovadora.

En primer lugar, es necesario determinar nuestra orientación estratégica, a saber, dónde competiremos y qué caminos adoptaremos para crear un modelo de negocio resistente a futuras disrupciones. Segundo, hay que definir qué haremos, esto es, cuál será nuestro portafolio de negocios, tanto existentes como potenciales; diversificar, medir y actuar estratégicamente será clave en este proceso. Tercero, a partir de quiénes somos, esto es, de nuestra identidad corporativa, debemos mapear cómo haremos lo que haremos: los valores, conductas y mejores prácticas que instituyamos crearán las condiciones para nuestro crecimiento. Y, cuarto, hemos de elegir, entre los mejores, con qué modelos de negocio competiremos, motivándonos a superarnos y estar siempre un paso delante de todos, pero sobre todo de nosotros mismos.

 

CONCLUSIÓN

Convertirse en una empresa invencible no es una meta a la cual llegar y donde descansar sino, más bien, un camino constante. Para permanecer vigentes, superando con éxito la prueba del tiempo, necesitamos explotar al máximo el presente, a la par que exploramos con coraje el futuro. Ejecución e innovación pueden y deben convivir en armonía bajo el mismo techo. Si te reinventas constantemente, procuras siempre competir con modelos de negocio superiores, hombro a hombro, y te atreves a trascender las fronteras de tu industria, construirás una organización resiliente, capaz de resistir las más arduas crisis y, sobre todo, capaz de crecer, florecer y sobresalir en las primaveras que suceden a los inviernos.

Reseña de: OSTERWALDER, A. et al. (2020). La empresa invencible. Madrid: Urano.
Renzo Chavez y Gilda Bohl
27 mayo, 2021

En el breve plazo de unos cuantos meses, la humanidad experimentó un indiscutible antes y después, un giro tangible de 180° que cambiaría para siempre nuestras vidas. La pandemia nos hizo lidiar de manera inesperada con la dura realidad de las pérdidas de la vida: en el primer y más importante lugar, de seres queridos que partieron de forma súbita y que no pudimos despedir adecuadamente; luego, de trabajos e ingresos económicos; de relaciones humanas y encuentros sociales; de libertades, hábitos y estilos de vida; de sueños, metas e ilusiones. Despojarnos repentinamente de todo representó, consciente o inconscientemente, un período de duelo con todas sus letras.

La crisis sanitaria puso al descubierto verdades fundamentales de la vida, como que nuestra existencia es breve y nuestros planes frágiles; que no podemos andar por la vida sin hallarle un significado a lo que hacemos; que necesitamos de las personas y las personas necesitan de nosotros. Verdades evidentes, pero que habíamos olvidado; que habíamos descuidado y relegado al segundo plano, quizá por considerarlas irrelevantes, prescindibles o inútiles. En tal sentido, este tiempo de duelo significó una oportunidad única para detenernos a meditar, a reconsiderar prioridades y decisiones, a agradecer y valorar nuestro aquí y ahora. Dicho de otro modo, nos permitió reconectar con nuestras necesidades espirituales, olímpicamente desatendidas pero fundamentales para nuestra autorrealización. Reencontrarnos con este ámbito de nuestra existencia ha constituido un importante paso, pero es apenas el inicio. De ahora en adelante, tenemos la responsabilidad de convertirnos en expertos en satisfacer los pedidos y reclamos de nuestro yo profundo.

A veces podríamos pensar que el cultivo de la espiritualidad humana está restringido a unos cuantos iluminados. De modo similar, podríamos creer que satisfacer necesidades de índole espiritual es sinónimo de practicar una religión. Sin embargo, existen muchísimas formas de desarrollar lo que reconocidos autores como Danah Zohar y Daniel Goleman denominaron “inteligencia espiritual”. En sencillo, ejercitamos el músculo de nuestra inteligencia espiritual al practicar habitualmente actividades que favorecen el desarrollo de nuestra autoconciencia y, al mismo tiempo, la continua salida de nosotros mismos. Ello, desde las neurociencias, se explica a través de la estimulación de ondas cerebrales de tipo alpha y theta, las cuales son responsables de favorecer procesos cognitivos como la memoria, la meditación, la intuición y la creatividad.

Las personas con una inteligencia espiritual altamente desarrollada se caracterizan por su capacidad para abordar preguntas fundamentales y hallar respuestas en relación a la propia identidad, sentido y propósito de vida; para afrontar la adversidad con flexibilidad, resiliencia y madurez; para comprender la realidad como un todo complejo, desde una mirada amplia y, profunda; para empatizar con las necesidades reales y potenciales de las personas; para amar y forjar vínculos sólidos y significativos; para tomar decisiones acertadas, consistentes con los propios valores y beneficiosas para todas las partes; para servir con generosidad a quienes les rodean; para construir un legado que perdure en el tiempo y trascienda la propia vida. En síntesis, volver sobre sí y trascenderse a uno mismo constituyen, juntos, la sístole y la diástole de la espiritualidad humana. 

En el ámbito organizacional, la inteligencia espiritual favorece el acceso a las motivaciones, valores y fuentes de significado más profundas, fortaleciendo la identidad cultural; permite la asunción consciente y responsable del impacto positivo y negativo que se genera en el otro y en el sistema; beneficia el alineamiento de las acciones, operaciones y decisiones diarias en torno al propósito de la organización y las necesidades de los stakeholders, alentando la innovación continua y la búsqueda activa de nuevas formas de añadir valor a la sociedad.

La inteligencia espiritual está demostrando ser importante tanto para nuestra vida personal como profesional. El contexto presente ha evidenciado que nuestra sed de sentido, nuestro anhelo de trascendencia y nuestro deseo de conectar con las personas, evidenciados en las circunstancias adversas, constituyen potentes motores de crecimiento para el ser humano y los mejores aliados para levantarse, reinventarse y alcanzar el máximo potencial. Dado que dedicamos una considerable fracción de nuestra vida al trabajo, es importante que nuestras necesidades espirituales hallen en nuestras labores un espacio seguro para su cultivo. Será importante que, a la hora de rediseñar la nueva normalidad de las empresas, incluyamos las necesidades espirituales en nuestra agenda, aprovechando la flexibilidad del teletrabajo al igual que los beneficios de las tecnologías digitales para satisfacerlas. En suma, es esencial migrar hacia un estilo de vida renovado, que favorezca tanto la búsqueda del ser como las necesidades del hacer y tener, es decir, hecho a la medida del ser humano en su totalidad.

Renzo Chavez
15 agosto, 2020

“PRODUZCO, LUEGO EXISTO”

Dicen que una de las mejores formas de mejorar nuestra productividad consiste en dejar de lado todas aquellas actividades que podríamos delegar o que, simplemente, no nos compete poner por obra, para así dedicarnos a aquellas que realmente nos atañen, nos apasionan y nos resultan significativas para añadir valor a las personas. Parece que del dicho al hecho sí hay un largo trecho, puesto que, aun conociendo la existencia de estas verdades, nos resulta inexplicablemente difícil llevar estas consideraciones a la práctica. Es decir, preferimos que actividades innecesarias sigan robando nuestro tiempo, drenando nuestra energía vital y absorbiendo, cual dementores, nuestra felicidad y mayores sueños, antes que despedirlas. Tal es el precio que estamos dispuestos a pagar para mantenernos, al fin y al cabo, ocupados.

¿Qué sucede? ¿Por qué nos cuesta tanto abandonar estas sanguijuelas de la productividad? ¿A qué se debe que nos aferremos tan tozudamente a ellas? Precisamente, a que insistimos en cimentar el edificio de nuestra honda valoración personal sobre el pantanoso terreno de las actividades que llevamos a cabo. Esta práctica, tan habitual durante la actual coyuntura, no se circunscribe a razones de inseguridad laboral (“si no demuestro que soy valioso para mi puesto de trabajo, entonces pierdo el empleo”), sino que, en última instancia, obedece a una confusión histórica entre ser y hacer; entre dignidad y acción; entre identidad y libertad.

En sentido estrictamente etimológico, producir (facere) y obrar (agere) designan, cada cual, un ámbito diferenciado del “hacer”. Ambas acciones eran consideradas indispensables para la correcta realización personal, con la salvedad de que la primera debía ordenarse a la otra.  El término facere está referido a aquellos actos que, realizados, modifican y perfeccionan la realidad circundante, transformándola. El sujeto imprime su huella singular sobre el objeto producido; no obstante, este último existe de modo ajeno e independiente a su autor. Por su parte, el vocablo agere, perteneciente al ámbito de la moral, designa una acción inmanente, cuyo efecto incide principalmente sobre el propio sujeto que la realiza, perfeccionándolo.

El ser humano, independientemente de cuanto produce y obra, es digno por naturaleza, esto es, posee un valor primordial e inalienable, inscrito en la línea del ser (no del hacer). Todo cuanto obramos tiene la capacidad de contribuir o desdecir quiénes auténticamente somos, haciéndonos mejores o peores personas; y todo cuanto producimos, en esta misma línea, es capaz de añadir o restar valor al mundo que nos rodea. Ninguna de nuestras acciones –tanto buenas como malas, productivas como improductivas– constituye el último fundamento de nuestra dignidad personal. Luego, la creencia que subordina nuestra valoración y estima al conjunto de resultados que alcanzamos no solo es falsa, sino, incluso, perjudicial y riesgosa.

Necesitamos, pues, cambiar más que formas de trabajar. El teletrabajo no es, per se, ninguna solución. Al contrario, como ya hemos mencionado, arrastra consigo sus propios desafíos y oportunidades. El cambio debe empezar en las personas: en cada persona y, también, en la propia cultura de trabajo. Para lograrlo, necesitaremos transformar nuestro vigente mindset de trabajo. Debemos dejar atrás aquellas creencias disfuncionales que catalogábamos como normales, para incorporar en su lugar una renovada óptica de productividad, mejor alineada al conjunto integral de las necesidades humanas. Y, ciertamente, tendremos que ocuparnos de modo prioritario de desterrar aquella creencia dominante que, engañosamente, susurra a nuestros oídos que “somos en la medida que hacemos, o, más claro aún, que “valemos si y solo si producimos”.

 

PRODUCTIVIDAD CENTRADA EN LA PERSONA

Llegados a este punto, podemos proponer, ahora sí, una visión renovada de productividad. Para tal propósito, no ofreceremos una “receta”, dado que no existe al respecto una fórmula unilateral ni mucho menos de fácil aplicación. Lo que sí podemos ofrecer es un trinomio que nunca debemos dejar de lado, y es el siguiente: creencias–hábitos–entorno. En aquel orden. Empezar de atrás para adelante es posible, sí, y lograremos pequeños cambios, pero solo en la medida en que empecemos desde dentro transformaremos sostenible y vigorosamente la cultura laboral.

Contrario a lo que a veces creemos, los cambios duraderos empiezan con micro-cambios, los cuales ocurren en lo profundo. Si queremos algo más que un maquillaje, esto es, si queremos que la cultura del trabajo mude realmente de piel, debemos redefinir el propio concepto de productividad. Previo a la pandemia, el trabajo era considerado unánime e implícitamente como el valor supremo de nuestra vida social. Todo era justificable por trabajo y, sin trabajo, las personas valíamos poco o nada. El predominio de lo laboral era un incuestionable de la cultura: negarlo, siquiera ponerlo en tela de juicio, equivalía a atentar contra la mismísima supervivencia de la civilización humana. Esta consideración, como ya expusimos, responde a la implícita premisa de que el fundamento de nuestra dignidad reposa, en última instancia, en las decisiones que tomamos y los resultados que obtenemos fruto de nuestra libertad. A ello debemos responder invirtiendo radicalmente la escala de valores de la cultura laboral actual, que a la fecha relega al más recóndito rincón la preocupación por el ser y lo desplaza por un hacer distorsionado y exacerbado.

Tal y como hemos mencionado, sin cambio de creencias no hay mayor transformación. Pero si este renovado mindset no es acompañado por prácticas que lo soporten y lo concreten, de nada sirve. Virtudes y competencias, a saber, buenos hábitos tanto en el plano moral como operativo, resultan cruciales para garantizar la sostenibilidad y eficacia del nuevo mindset. No solo es importante incorporarlos, sino también renovarlos constantemente, según las exigencias del mundo cambiante, y ello supone entender de primera mano el proceso mismo como los seres humanos nos habituamos a practicar algo, independientemente de cualquier circunstancia. De acuerdo con Charles Duhigg, reconocido autor de El poder de los hábitos, no se trata de trabajar sobre la señal o la recompensa, sino sobre la rutina. Acostumbrarnos a realizar algo de una manera determinada puede tardar entre 18 y 254 días, variando según el grado de fijación de la conducta a modificar. Luego, no esperemos que grandes cambios acontezcan de la noche a la mañana (y, mucho menos, cuando llevan aferrados desde años interminables a creencias de honda y extensa raigambre).

Por último, pero no menos importante, es preciso garantizar también un entorno higiénico, a saber, propicio para el trabajo y seguro contra los célebres ladrones del tiempo (a saber, las distracciones, las interrupciones, los desmotivadores y, sobre todo, la procrastinación). En la medida de lo posible, es conveniente procurar reservar bloques de concentración en nuestras agendas, donde trabajemos con dedicación y enfoque de mayor exigencia interior. Y, para pendientes de menor grado, disponemos de un sinnúmero de herramientas, muchas de ellas digitales, que nos permiten organizarnos y priorizar lo importante por encima de lo urgente. Siempre respetando el principio referido, a saber, el de invertir nuestras fuerzas y tiempo a realizar exclusivamente actividades que sea nos obliguen, sea nos añadan valor, a saber, garantizando que, cuando trabajemos en algo, seamos irremplazables en hacerlo.

Se trata, en efecto, de proponer una productividad centrada en la persona, en donde el auto-conocimiento de nuestras fortalezas y limitaciones sea el punto de partida para rendir mejor y para alcanzar, con realismo, las más altas cotas de excelencia. Ello supone, por un lado, un alto conocimiento de la realidad humana, a saber, sobre qué necesitamos las personas; cómo nos comportamos e incorporamos hábitos; sobre qué nos motiva y nos desmotiva a diario; sobre qué condiciones precisamos para rendir al máximo. Recordemos que la productividad no tiene como máxima “trabajar más”, sino “trabajar mejor”. Y que el parámetro de lo mejor no es, de ninguna manera, el principio unilateral del rendimiento, que desemboca en valorar a la propia persona en términos de resultados, sino más bien la misma naturaleza humana.

 

CONCLUSIÓN

Si hubiésemos de resumir en dos breves frases el renovado principio de productividad que hasta el momento hemos expuesto, propondría las siguientes: hacer que las cosas sucedan, y dar siempre lo mejor. Considero que la productividad es el resultado de sumar efectividad y excelencia. En efecto, en la medida en que trabajemos mejor, no solo alcanzaremos los más altos resultados (incluso, en el menor tiempo), sino también agregaremos el máximo valor posible a las personas y a la sociedad.

La coyuntura actual, que afecta directamente el modo como hasta entonces habíamos estado trabajando, constituye una oportunidad dorada para mudar no solo las formas externas de la vida profesional, sino para reformar, desde su raíz, la cultura laboral misma. Después de esta pandemia, podríamos tranquilamente volver a la “normalidad”, esto es, al estado de las cosas tal y como eran antes. Habríamos, en mi opinión, malgastado una oportunidad dorada para dejar atrás un amplio rango de creencias, hábitos y estructuras arcaicas y nocivas que, hasta entonces, dominaron nuestra conducta. Hoy contamos con una ocasión impostergable para mejorar una crucial dimensión de nuestras vidas que, actualmente, ocupa más de la mitad de nuestro tiempo despiertos y que, a su vez, constituye una de las principales fuentes de nuestra realización humana. Únicamente de nosotros depende que el futuro del trabajo, aquel que heredemos a las próximas generaciones, sea no solo distinto sino mucho mejor.

Renzo Chavez
1 julio, 2020

TELETRABAJO: EL DESAFÍO LABORAL DE LA PANDEMIA

¿Quién diría que aquel ordinario viernes, cuando nos despedíamos de nuestros colegas con ese satisfactorio “¡buen fin de semana!”, sería la última vez que trataríamos cara a cara con ellos, al menos por los próximos tres, cuatro o sabe Dios cuántos meses? Ni el ojo más avizor habría anticipado el escenario que hoy estamos viviendo. De la noche a la mañana, nuestro ya cambiante mundo dio un giro radical, sin precedentes. Es increíble cómo un microscópico virus ha logrado desbaratar nuestro habitual estilo de vida en tan corto tiempo, alterando de forma inédita las reglas de juego de la sociedad y del mercado.

Uno de los principales afectados por la pandemia ha sido, innegablemente, el ámbito laboral. En tiempo récord, millones de trabajadores nos vimos obligados a abandonar la oficina para migrar, por tiempo indefinido, a un improvisado cubículo casero. Desde un inicio, acudimos al teletrabajo cual salvavidas y, mal que bien, tal recurso demostró ser una solución alturada frente a los reveses de la coyuntura (aunque, definitivamente, no resultó ser la panacea de la que los expertos habían hablado durante años). Un considerable segmento de la población laboralmente activa no corrió la misma suerte, viéndose forzado a suspender súbitamente sus labores o, en el peor de los casos, a quedarse inopinadamente sin empleo.

Trabajar a distancia traía consigo nuevos desafíos. Entre ellos, requería contar con un vasto abanico de competencias y habilidades, tanto duras como blandas, a fin de garantizar cuotas de rendimiento conformes con los estándares de desempeño. Claro está que, en un contexto de emergencia, no hubo ocasión de capacitarnos anticipadamente, de manera que todos, sin excepción, tuvimos que aprender a tropezones y un tanto sobre la marcha. Con total certeza, cada cual habrá echado mano de recursos y herramientas que, en general, resultan útiles al sobrellevar situaciones de esta índole: mejores prácticas, motivadores, hábitos y creencias de lo más diversas (según las distintas personalidades, estilos de trabajo y etapas de la vida).

Con el correr de los meses, muchos teletrabajadores nos dimos con la agria sorpresa de que, si bien trabajar a distancia ya no era tan complejo como al inicio, sí que nos costaba cada día más rendir al ritmo de antes. La tentación de procrastinar nos rondaba incesantemente por la cabeza. Tímidamente al inicio, desvergonzadamente después, las distracciones pululaban a nuestro alrededor. Nuestra actitud, compromiso y esfuerzo empezaban a flaquear; nuestra voluntad amenazaba con ceder; el cansancio acumulado ganaba, palmo a palmo, la batalla.

 

“DARLO TODO”

Muchos de nosotros jugamos todas nuestras fichas por el habitual “vamos para adelante”, lo que es lo mismo que decir: “querer es poder”, “solo es cuestión de voluntad”, “el que la sigue, la consigue”, y “está completamente en mi poder decidir cuán bien rindo en esta coyuntura”. La implícita presión de alcanzar sí o sí las metas proyectadas, unida a la preocupación frente al riesgo real de perder en cualquier momento nuestro trabajo, se tradujo espontáneamente en un notorio incremento del tiempo dedicado a laborar (mayor, incluso, al número de horas invertidas cuando asistíamos a la oficina). De acuerdo con estudios recientes, se estima que la jornada laboral habría aumentado, al menos, en una hora diaria durante el confinamiento.

Se decía que el teletrabajo solucionaría el desequilibrio entre vida personal y profesional, o que, al menos, reduciría considerablemente la brecha entre ambos. No solo no ocurrió esto; sucedió, precisamente, todo lo contrario. Empezamos a laborar más, y más, y más, hasta que llegó el momento en que, naturalmente, el trabajo lo invadió todo. Al hacer de la casa nuestra oficina, poco a poco se desdibujaron las fronteras entre lo laboral y lo privado. Desprovistos del descanso y la renovación que el hogar nos proporciona, no hallamos cómo reponernos del malsano ritmo de sobreexigencia al que nos habíamos sometido y no pudimos sino bajar, eventualmente, los brazos extenuados.

¿Qué esperábamos? Me refiero: ¿en serio creímos que era humanamente posible exigirnos más allá de nuestros límites, sin mayor consecuencia? “A más empeño, mejores resultados” –nos decíamos–. ¿Era eso cierto? Quiero decir: ¿realmente bastaba con “ponerle más punche” para conseguir, casi por arte de magia, los resultados proyectados desde un inicio? ¿No sería más bien que debíamos cambiar algo distinto, más allá de la actitud?

El problema no es apostar por mis propias fuerzas: eso es válido, importante y necesario. El verdadero problema es creer que, solo apoyándome en mi fuerza de voluntad, puedo hallar solución para todos los problemas de la vida. En sencillo, que solo ‘exigiéndome un poco más’ y ‘dando el extra’ puedo resolver cualquier situación compleja. Toda gestión del cambio, por más pequeña que esta sea, no se sostiene a largo plazo cuando es superficial, esto es, cuando empieza solo por mudar conductas o actitudes externas. Para ser realmente efectiva, debe empezar desde dentro, es decir, desde lo profundo, para luego proyectarse hacia afuera.

“Darlo todo” es un peligroso y disimulado eufemismo. Significa, en términos prácticos, hacer del logro de resultados la máxima de nuestra conducta, bajo el pretexto de la productividad. Claro está, de una productividad mal entendida o, mejor aún, no entendida en absoluto. Y es que, simple y llanamente, ser productivo no es “trabajar más horas”, ni tampoco “trabajar más rápido”, ni mucho menos “hacer el mayor número de actividades al mismo tiempo”. Se trata de trabajar mejor, no de “ponerle más punche”. El solo esfuerzo no basta. Es loable, sí, y necesario, pero no basta para generar cambios.

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