Renzo Chavez
4 septiembre, 2019

Si te has sentido así en los últimos días, descuida: no eres el único. Estamos ante un fenómeno de envergadura mundial. Según estudios de la Universidad de California, el 93% de nuestro tiempo transcurre, literalmente, en “modo inercia”. En pocas palabras, apenas el 7% de nuestro día acontece bajo un estado de conciencia y atención. Claro está que andar por la vida en “velocidad crucero” es, de cuando en cuando, no solo normal sino necesario: así reducimos los millones de estímulos sensoriales que nos asestan para crear atajos neurológicos que nos permitan ser funcionales.

Sobrevivir, sin embargo, en “piloto automático” no solo es inadecuado, sino nocivo para nuestra salud a largo plazo. Gradualmente, un sutil cuadro sintomatológico ha ido ganando presencia en nuestras oficinas: estrés, aburrimiento, desgano y desmotivación; escepticismo, cinismo, apatía y “reactividad”; o, por el contrario, “workaholism”, hiperactividad, “urgentismo” y ansiedad. Dos caras de una misma moneda, que deben suscitar en nosotros la inaplazable pregunta sobre cómo venimos lidiando con nuestro día a día en el mundo laboral.

Hace unas semanas, la OMS publicó la nueva edición de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-11, que entra en vigor en enero de 2022), donde ha catalogado por primera vez el “burnout” como un “fenómeno ocupacional” que podría requerir de atención médica o psicológica, aunque no hayamos de considerarlo como una condición médica propiamente dicha. Este documento lo ha definido como “síndrome resultante del estrés crónico en el lugar de trabajo, que no ha sido trabajado con éxito”. Según cifras de la propia OMS, el 10% de la fuerza laboral padecería un cuadro formal de burnout, caracterizado por altos niveles de cansancio emocional y despersonalización, unidos a una paupérrima sensación de realización personal. La fuente última del síndrome de burnout se encontraría –insiste la OMS– en causas estricta y exclusivamente laborales.

No hace falta padecer burnout para encender nuestras alarmas y emprender acción. De suyo, todos y cada uno de los síntomas enunciados expresan un mismo panorama: gran parte de la fuerza laboral no se experimenta conforme, y no solo dentro de la oficina. Más aún, crecientemente tanto nuestros hogares como los demás ámbitos de nuestra existencia van siendo “contagiados” por tan preocupante cuadro. Esta situación, en lugar de derrumbarnos, debe constituir una desafiante ocasión de mejora y crecimiento. A veces creemos que estos problemas son ajenos a nosotros, o que deben ser tratados por el área de Recursos Humanos. Tratándose, sin embargo, de nuestra salud y felicidad, somos precisamente nosotros los primeros responsables en cuidar de nuestro equilibrio.

… al “aquí y ahora”

El estrés no es el problema, dado que constituye parte integrante de nuestra vida. Querer eliminarlo sería un despropósito, dado que muchas veces el estado neuro-fisiológico de tensión nos ayuda a ser funcionales bajo circunstancias de apremio, permitiéndonos lidiar con problemas que exigen de nosotros una solución pronta y eficaz. Existe, sin embargo, un “estrés desadaptativo”, que tiene lugar cuando dejamos que presiones irreales nos “asfixien” hasta hacernos daño. Se estima que el 85% de nuestras “preocupaciones” son falsas, es decir, no son más que previsiones que nos roban el sueño y que no tienen asidero en la realidad, porque, en la práctica, ni siquiera ocurren. Es más: el 80% de las veces logramos sobrellevar aquello que nos estresa mucho mejor de lo que pensábamos. En pocas palabras, no tiene ningún sentido angustiarse ni por el pasado que ya ocurrió ni por el futuro que aún no adviene. La clave está en vivir en el presente.

No se trata de evitar las tensiones cotidianas, sino de regularlas, modularlas, gestionarlas y, al fin y al cabo, redirigirlas como el aikidoka para nuestro beneficio y provecho. He ahí que, contrariamente a lo que muchas veces creemos, sí está en nuestras manos revertir el escenario que muchas veces nos subyuga. Ello no quiere decir que podamos cambiarlo “todo”, es decir, transfigurar de la noche a la mañana las imperfecciones de la vida laboral y suprimir todas aquellas situaciones que suponen un buen motivo para refugiarnos en el caparazón de tortuga que es nuestro “piloto automático”. Lo que sí podemos hacer, ciertamente, es modificar nuestra respuesta habitual ante todos aquellos sucesos que eventualmente nos afectan más de la cuenta, hasta saturarnos.

Evidentemente, para romper con la mentalidad del “piloto automático” no bastará con desterrar las reacciones del estrés desadaptativo. Hará falta, por supuesto, migrar de una lógica del “hacer” maquinal, rutinario e irreflexivo a una renovada mentalidad del “obrar” consciente. Para ser efectivo y sostenible en el tiempo, este cambio de óptica exige que incorporemos un abanico de buenas prácticas que permitan su asimilación y concreción. Una de las más valiosas herramientas para enfrentar y superar la mencionada condición se denomina “Mindfulness” (traducido al español como “atención plena”).

La milenaria práctica del mindfulnessconsiste en mucho más que hacer una pausa para que nuestra mente se despeje. Pese al escepticismo de algunos, esta disciplina no tiene nada de esotérico ni religioso. Todo lo contrario: validada en sus efectos y beneficios por la neurociencia contemporánea, es apreciada y promovida por nada más y nada menos que gigantes del mercado de la talla de Google, Intel y Target. ¿En qué consiste, pues, el mindfulness?

En palabras de Kabat-Zinn –uno de sus principales difusores–,mindfulness es prestar atención de manera intencional al momento presente, sin juzgar. No se trata de poner nuestra mente en blanco, sino de traerse a sí mismo al “hoy”, es decir, al aquí y ahora. Significa, en pocas palabras, volver el foco de nuestra consciencia hacia lo esencial, aquietando nuestra mente –habituada al piloto automático– para reconectar con aquel propósito inspirador que simplemente teníamos olvidado en el ático. El ejercicio repetido de esta sencilla práctica permite un estado sostenido de felicidad, vinculado a la presencia habitual de ondas cerebrales de frecuencia alpha y theta (propias del ciclo consciente) y experimentado, a su vez, bajo la sensación de que fluimos en toda acción que emprendemos y de que nos realizamos en la medida que obramos lo cotidiano.

Las nuevas generaciones somos cada vez más conscientes de que no debe haber una oposición entre “vida” y trabajo (¡como si el trabajo no fuese parte de la vida!), sino un equilibrio entre nuestras actividades de crecimiento a título personal y nuestro desempeño (y también desarrollo) profesional. Sabemos que la vida no se agota en la oficina; reconocemos, sin embargo, que el ámbito laboral es un elemento constitutivo e irrenunciable para alcanzar nuestra realización personal. Por ello, no nos conformamos ni con “vivir para trabajar” ni con “trabajar para vivir”. Queremos –y estamos dispuestos a luchar por ello– una “carrera profesional” con propósito, donde nos desarrollemos integralmente, haciendo de nuestro mundo un lugar mejor y, al mismo tiempo, obteniendo los recursos necesarios para una existencia realizada, digna y feliz. Y no creemos que sea mucho pedir. Está en nuestras manos salir del “piloto automático”. Pero no solos. Juntos, podemos cambiar de óptica. Juntos, podemos ser felices y fluir